sábado, 5 de diciembre de 2009

Capítulo XV: El mejor tren de Java


El Aeropuerto Internacional de Yakarta te recibe con poco tacto: "Drogas... ¡Pena de muerte!", dicen los carteles, y luego la ciudad tampoco hace ningún esfuerzo por agradar; sólo parece ofrecer tráfico, desorden y polución. Por eso sigo los consejos, la dejo para el final del viaje (como se suele hacer con Bangkok) y me voy directo a Yogyakarta, la capital cultural de Java. Paso logístico: tren, economic class; cruzar media isla en doce horas por un euro y medio, diez veces menos que la clase executive.


El vagón recuerda demasiado al infierno de Hanoi-Sapa (ver capítulo VII), pero parto con ventajas: voy mentalizado, viajaré de día, tengo un buen libro y los asientos están un poco mullidos... Y desventajas: no hay aire acondicionado, ni ventilador, ni baño; voy solo (el único no oriental) y con todo mi equipaje, y el número de personas duplica el de asientos. Acomodo el macuto y me siento a leer; a mi derecha, un hombre de unos setenta años con ojos vidriosos y gorro tradicional. A la izquierda, un tipo que no deja de hablarme en indonesio pese a mi evidente ignorancia; delante, una pareja de veinteañeros y un señor de cuarenta y tantos (si no me equivoco; adivinar la edad en estos países resulta sumamente difícil; los occidentales solemos echarles siempre cinco o diez años menos, y ellos a nosotros cinco o diez más). El ambiente es muy amistoso, y no paran de pasar vendedores ambulantes con cestas y cajas diversísimas: ofrecen libros infantiles para colorear, gorros musulmanes, frutos secos, bebidas, sopas, cartones con arroz y carne, paraguas, plátanos, abanicos... Incluso hay quien se pasea con un generador eléctrico portátil por si alguien quiere cargar el móvil (pueden carecer de cama para dormir o no tener casi ropa, pero el móvil y la televisión nunca faltan).


Desde mi asiento, observo a un militar corpulento con gafas de sol y boina azul de Naciones Unidas. Está de pie, como la mitad de los pasajeros. Poco después me aborda con un inglés fluido. Es sargento, integra la misión de la ONU en Líbano y está orgullosísimo de ello. Habla con ademanes sueltos y enérgicos; me informa sobre su programa de entrenamiento diario golpeándose el pecho, diciendo "Powerful, powerful". Es la primera vez que vuelve a casa en un año para ver a su mujer y a su hijo. Conoce a varios españoles e incluso domina un poco la lengua; lleva siempre un cuaderno lleno de volcabulario y frases pasadas de moda ("Hola señor, ¿cómo está usted?") que practica de vez en cuando. Charlamos una buena media hora, y me termina enseñando la cicatriz que tiene bajo la rodilla derecha (el enemigo intenta dar en los genitales para bajar la moral de los cascos azules). En el móvil tiene fotos de la operación, del hospital militar y de sus compañeros de dos metros, y lleva una colección de parches e insignias que guarda con placer, entre ellas una de la Guardia Civil. Intercambiamos el facebook y me regala una camiseta color arena: "Mantenimiento de la Paz en Líbano".


Las doce horas dan para mucho. El veinteañero que habla algo de inglés me apunta frases útiles en indonesio, que resulta ser un idioma relativamente asequible gracias al alfabeto latino y al principio fonémico (se escribe como se pronuncia, como el español). Pido una botella de agua ("aqua") a uno de los vendedores, y entonces dos chavales sentados al otro lado le extienden rápidamente las dos mil rupias que vale. No me dejan pagar. El calor es insoportable; parezco un trozo de mantequilla fundiéndose al sol; ellos lo ven, se ríen y me abanican de broma. En cada parada la gente sale a mear rápidamente en las vías del tren, pero yo me aguanto; demasiadas personas que empujar, esquivar y saltar, y además está mi macuto. Doce horas.


Junto al interminable río de vendedores ambulantes, aparece de vez en cuando algo muy común en Indonesia: los músicos callejeros; desde las chicas que cantan haciendo sonar una especie de maracas, hasta las bandas de ocho miembros con varios instrumentos, la música es constante en aceras, bares, parques, trenes y autobuses.


Llega la parada de una mujer con velo. Antes de irse, me regala un llavero con forma de fresa y me dice: "Welcome to Indonesia". En el último tramo, unos chavales me dan una caja de buñuelos que no me dejan rechazar. Salgo del tren agotado pero conmovido, con todos esos tópicos ("tienen poco pero lo comparten", "el calor de la gente") dándome vueltas en la cabeza. Pero me da igual que parezcan mitos, ya lo he comprobado muchas veces estos dos meses y un tercio: aquí todo es hospitalidad, atenciones, sonrisas, parsimonia, relax, filosofía, arroz, placer... Sólo hay que ver el aspecto de Buda (aunque los indonesios sean musulmanes): sonriente y blando, sin aristas ni músculos tensos; nada que ver con el palestino que chorrea sangre clavado en la cruz, ni con los velos o las restricciones de por vida.


Ya en el hostal, tardé cinco minutos en quitarme la camiseta, sudada, acartonada, llena de trazas marrones. Olía como un perro muerto, pero no importaba.


Ubud, Bali.

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