jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo XXIII: La Ciudad



Nadie puede llegar a Nueva York sin cara de bobo y grandes expectativas; sabía que me sonaría casi todo (Times Square, obreros taladrando el asfalto, footing en Central Park) como quien vuelve a un lugar de la infancia, y por tanto que me decepcionaría, que no alcanzaría las cumbres del cine o que sería como Londres: enorme y multicultural, sí, pero carente de espontaneidad (intenta salir de marcha por Londres; si descubres algo que no cierre a la una ni te deje en bancarrota, avísame). Pero NYC resultó mucho mejor desde que el avión torció su trayectoria con el Skyline de fondo.

Vivir en Nueva York es una meta bastante manoseada, como lo de lanzarse en paracaídas o ver un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución (yo vi el último, ¡ja!). Algo típico que sin embargo me apunto tímidamente, aunque sólo sea para poder plantar los pies en otro país caminando sólo unos bloques (manzanas, cuadras) y llenar así una tarde.

Decir que "quien conoce Nueva York conoce el mundo" es sin duda una estrategia turística, pero tiene algo de verdad. Un día paré a comer en Chinatown, en un restaurante donde sólo había chinos, todo estaba escrito en chino y la camarera no hablaba inglés; tomé tallarines con carne a precio tirado, sin impuestos ni propinas. Estaba en China, pero a dos calles de Italia, a diez de Israel, a treinta de Puerto Rico y a cincuenta de África. Aunque muchas otras ciudades del mundo tengan barrios por el estilo, dudo que se acerquen a la magnitud de Nueva York (sólo en Manhattan conviven 96 lenguas censadas).


Hay grandes reservas de entretenimiento, ejemplo: un paseo por la calle Martin Luther King, en Harlem. Saqué una foto al azar de varios peatones, y un corro de mujeres afroamericanas me pegó un grito; me acerqué con cara de turista amable para encajar una bronca: "¡No puedes fotografiar a la gente por la calle sin pedir permiso! ¡es una falta de respeto!". Una sacó su móvil y dijo "¡Te voy a sacar yo a ti una foto, hombre!", y le dediqué un primerísimo plano como si me encantase posar. Ellas ni siquiera salían en mi foto, amplia y general, pero ¿qué más daba? Se aburrían y decidieron vacilar a un forastero.

Luego había un grupo de abuelos tocando tambores, sudando bajo el sol, en éxtasis. Junto a ellos, un hombre musulmán parecía llevar mil años meditando en la misma posición (vean su cara concentrada), y más adelante, a los lados de un paso de zebra y en pequeñas tribunas, miembros del Partido Comunista Revolucionario pedían la atención de las masas sometidas.




Pero ¿por qué elegir Nueva York, con lo cara que es? También por prestigio (engordado al máximo en tantísimas películas) y vanidad; molaría decir que has vivido en Nueva York para que la gente te imagine caminando con un gran vaso de café en la mano rumbo a algún lugar sin espacio para mediocres. Es una pose, como lo de "Yo corrí delante de los grises" o, de nuevo, "Vi un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución" (sí, lo vi, el último antes de que el viejo enfermase).

Una tercera razón podría ser ese fascinante deporte local que es probar hamburguesas. Preguntando por la Joy Burger (en la 100 con Lexington), me dijeron: "Uhm, no la conozco, ¿dices que es buena? Mi favorita es la que hay en el Hotel Le Park Meridien"; "¡Cené allí ayer!", afirmé con orgullo (así es: tienes que cruzar el hall de este hotel de lujo, meterte por un pasillo oscuro y dar con una tasca "old school", piedra ambulante todo nutritiva). "¿Y qué tal?", "Bien, bien, me gustó mucho". "Bueno, pues ya iré yo a esa Joy Burger. 100 con Lexington, ¿verdad?".


Y la cultura (ya, la mala fama; todo europeo tiene anécdotas sobre norteamericanos incultos). Me encantó el MOMA, y dicen que los demás museos también son impresionantes. Además hay una buena oferta de actividades gratis; en Central Park, por ejemplo: conciertos, teatro, partidos. La tarde que llegué me encontré la Quinta Avenida cerrada al tráfico, con grupos de jazz, violinistas, payasos y gente pintando el asfalto.


Puntos flacos: los precios, la amenaza del estrés y las enormes diferencias sociales. No recuerdo haber visto ni un solo blanco barriendo las aceras o vendiendo bocadillos; todos negros o latinos. De hecho: en EEUU hay más afroamericanos en la cárcel que en la universidad (Justice Policy, 2002). ¿Y la sanidad? Estar ingresado vale 1.500 dólares diarios de media; un tratamiento de cáncer cuesta un millón. Si el seguro sólo te cubre hasta el ochenta por ciento, y con suerte, eso significa que deberás pagar doscientos mil de tu bolsillo; o sea, hipotecarte completamente. Por enfermar (así nace mucha mendicidad; menos mal que Obama ha dado un paso adelante; pequeño y tímido, pero muy peleado). Y ocurre algo parecido con la educación.

También me llamó mucho la atención la forma de hablar de los new yorkers. En el JFK alguien preguntó cuánto valía una hamburguesa con patatas; el camarero le miró con serenidad, se balanceó un poco hacia un lado y respondió rápidamente: "Six ninety-five plus taxes", con un desenfado inédito, como diciendo "Eh, qué pasa". Cuando le di el ticket para que lo tirara a la basura, me lo devolvío con un "Keep it, man, it's yours", rítmico y sin dobleces. Al igual que el diálogo entre dos empleados del aeropuerto, con frases directas, cuerpo a cuerpo. ¿Cómo puedo explicarlo?

Se le puede llamar estilo (¿cebado por las películas?), es decir: "Elegancia bajo presión" (Ernest Hemingway). Caminar relajado en el lugar más competitivo del mundo, tomar el condenado café (mejor dicho agua caliente con azúcar) andando, la expresión tranquila, la actitud abierta. Por eso el iPod y la vestimenta sobria (han ensayado muchas más modas), los veinte minutos para comer algo frío sentado en un banco o apoyado en una repisa, nada de una hora, dos platos, postre y caña (¡así rompes el ritmo, paisano! ¡Te entra sueño! ¡Llegas a casa más tarde y más cansado habiendo rendido la mitad!).


Los anglosajones son expertos en "small talk", en las conversaciones rápidas de ascensor o supermercado (observación de Dubravka Ugresic); cuatro palabras ingeniosas sirven para alegrar un mañana. En el otro lado del espectro están los rusos, incapaces de improvisar un diálogo pero maestros en las disertaciones kilométricas (arte desarrollado tras décadas de espera en las colas de la antigua URSS). Es el cómic contra "Guerra y Paz", la hamburguesa contra la sopa de remolacha, el mercado contra un Estado gigante.

Cada día, cuando sacaba el mapa, alguien me ofrecía ayuda ("Need some help, buddy?"). Todo era sencillo como una escultura de Brancusi (MOMA), ovalada y bien pulida. También ligar: veías a los camareros fumándose un cigarro a la puerta de la pizzería, esperando a que pasase alguna chica para ensayar sus tácticas con cara de niño bromista.

¿Por qué esa voluntad de entretener? ¿Por qué el cine fácil de ver, el rock y Superman?

Todos conocemos la respuesta: porque hay que vender, crear necesidades, seducir, aligerar, y eso funciona en casi cualquier parte. Por mucho que China o quien sea se fortalezca, ¿quién imagina a medio mundo aprendiendo miles de símbolos complicados, tomando té o sometiéndose a una línea de mando? ¿A quién no le sabe bien un primer sorbo de Coca Cola? (Estoy generalizando, tengo que hacerlo).

Acercarse a un universo cultural requiere paciencia y voluntad, leer determinados libros, aprender un idioma. Nadie puede decir que le interesa Alemania si no sabe quién fue Otto Von Bismarck, o exclamar "¡Ah, me encanta Rusia!" y no haberse tragado alguna novela introspectiva de mil páginas. Pero el entretenimiento entra mejor, es más sencillo, más "democrático". He visto a muchos vietnamitas bebiendo Coca Cola, hablando por el móvil y buscando porno por internet. Indonesios, camboyanos, egipcios. Los McDonald's de Tailandia están llenos. En el propio Pekín hay más rascacielos publicitarios y cadenas de comida rápida (además nacionales) que en Europa.


Esto no es un elogio del "american way of life": es natural que el Big Mac suela triunfar porque va inyectado de grasas y aditivos, y a todos nos gustan las grasas, la comida sabrosa (es evolución; si no nos gustase habríamos muerto de hambre o agotamiento hace decenas de milenios). Los pares de tetas llaman la atención por todo el globo (aunque suene zafio y reduccionista, algunos patrones estéticos como las proporciones adecuadas atraen a cualquier ser humano independientemente de su origen o educación; David M. Buss, 1996), al igual que las burbujas, la velocidad o los dientes perfectos, indicador de salud (sobre todo si van apoyados por un presupuesto ilimitado de publicidad).

¿Quieres ganar dinero? apela a los instintos, fórrate, vence. Pero luego ya sabes: los recursos se agotan, el planeta enferma (EEUU genera la cuarta parte de todos los gases contaminantes; CARMA, 2007) y crecen disfunciones como la obesidad o los complejos.


Irresponsabilidad sí, frivolidad también, pero flexible y estilosa, rápida, con alta capacidad de reinvención (como pasar de Bush a Obama en pocas semanas).
De todas formas, hay más teorías culturales que pinos en Canadá.

Ahí sigue NYC, abierta al mar como lo estaba Atenas, intentando impresionar. Su metro ni cierra ni se vacía, tampoco descansan los obreros. Michael Bloomberg gobierna la polis con una eficacia sosa (mucha policía, calles socavadas; gran idea el ferry gratis con la Estatua en el horizonte), mimando la tecnología y cobrando un dólar al año como símbolo de servicio público (y porque es uno de los hombres más ricos del mundo).

Así fueron cuatro días relámpago en la Ciudad del Trueno.