domingo, 29 de noviembre de 2009

Capítulo XIV: Back in Bangkok


Tardé casi dos meses en completar el círculo siguiendo las agujas del reloj: Norte de Tailandia, Norte de Laos, Vietnam entero, Camboya y vuelta a la línea de salida. Estas semanas me han hecho subir algunos rangos en la jerarquía del mochilismo; digamos que Bangkok tiene dos tipos de viajeros: los que llegan al Sudeste Asiático y los que se van. No es difícil diferenciarlos: los primeros suelen usar zapatillas deportivas, riñonera o camisetas transpirables y tienen esa expresión ansiosa de quien espera una batalla. Yo ya puedo decir que pertenezco al segundo tipo, el de los que dan más información de la que reciben.


Luego hay una tercera clase integrada por aquellos que viajan durante un año o más. A estos se les reconoce porque adquieren poco a poco un aspecto oriental: comen una vez al día para ahorrar, adelgazan, casi no se cambian de ropa y se vuelven tranquilísimos. Los más condecorados incluso se dejan las uñas largas, algo muy común en la región.


Así que vuelvo a Bangkok sin rastro de inquietud, y salgo a recorrer la calle Khao San con otro español para terminar en un club de inspiración árabe llamado "Gazebo", donde un grupo de tailandeses manirrotos nos convida a sentarnos con ellos. Son muy simpáticos, hablan buen inglés y parecen no tener nada que hacer, así que quedamos con ellos para que nos enseñen la ciudad al día siguiente.


Siam Square tiene alma de Tigre Asiático, con sus gigantescos edificios comerciales iluminados a la última, el todopoderoso monorrail o Sky Train silbando por encima de las aceras, la marea de compradores compulsivos y tailandeses adinerados vestidos como Neo en cibercafés futuristas.


La tarde siguiente la dediqué a un pequeño gimnasio de Muay Thai conocido por su intensidad, situado entre dos edificios cercanos a la zona mochilera. Dió la casualidad de que allí entrenaba Chris Forster, sueco de origen africano y uno de los campeones del mundo en la disciplina. Pese a su estatura de tailandés, Forster lanzaba unas patadas violentísimas que tiraban por tierra al sparring, mucho más corpulento. Los demás dejaban de practicar para observar sus métodos y aprender, imitar sus giros en el aire, la precisión de sus golpes. Estaba preparándose para pelear en el cumpleaños del rey, el 4 de diciembre.


También tengo que destacar la idiotez del día (siempre hay una: pagar un precio exagerado, equivocarse de bus, perder una oportunidad...); fue la de ir al Oriental Hotel, donde supuestamente se alojaban escritores ilustres en otra época. Tenía curiosidad por catar un ambiente de ultrarriqueza, por visitar el país de la ropa carísima y la cirugía estética (ellos también son parte del panorama). Pese a que llegué en pantalones cortos, chanclas, barba de tres días y posiblemente oliendo a sudor, me recibieron como a un duque, me guiaron a través de un salón enorme y lujosísimo lleno de empleados serviciales y me indicaron una mesa junto al río. Pedí una Coca Cola, acepté un Herald Tribune y me puse a observar. Pues eso: gente podrida de dinero. Me fijé en un tipo disfrazado de Sonny Crocket (bronceado exagerado, pelazo engominado, camisa blanca abierta y gafas de sol) que no dejaba de intentar llamar la atención carraspeando con fuerza o eructando, y mirando a su alrededor a ver quién le dedicaba unos segundos. Era un repelente, el tipo de persona a quien nunca se le ha negado nada y por tanto incapaz de no ser el centro de los mimos. Cada cinco minutos venía una tailandés uniformado a preguntar "¿Todo bien, señor?". Era muy incómodo. Pagué los cuatro eurazos de la Coca Cola y me marché a mi hotel de tres euros por noche.


Estaba siendo una semana muy completa; incluso me empezó a gustar el caos de Bangkok. Esa noche salí yo solo con los tailandeses; empezamos otra vez por Khao San y luego fuimos a una siniestra discoteca ilegal perdida por la calle Silom. A las cinco de la mañana, banquete de comida picante.


Dos días después me reuní en Koh Phi Phi con los dos argentinos más incendiarios del Sudeste Asiático: Fabricio y Juan, preparados para dominar la isla varias noches seguidas. Fueron días de bromas hispanas y playas paradisíacas que sólo parecen posibles en fotografía (allí se rodó la película "La playa"). La mejor forma posible de despedir a mis amigos y a Tailandia.


Yakarta, Indonesia.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Capítulo XIII: Los dueños de Angkor


Cerca de Siem Reap hay un complejo político y religioso enorme, símbolo y corazón de un imperio que llegó a ocupar casi todo el territorio que hoy comprende Camboya, Tailandia, Vietnam y Laos. Hablamos de doscientos kilómetros cuadrados de templos y selva, de decenas de miles de grabados, mosaicos, columnas, estatuas, pasillos y muros venidos abajo por la naturaleza y el tiempo; de relatos emocionantes sobre guerras, rituales y elixires de la eterna juventud. Hay mucho que ver, demasiado. Hace falta una semana sólo para visitarlo todo a buen ritmo, y mucho más para poder apreciarlo de verdad (junto a un guía y un buen manual de Historia jemer).


La dinámica del mochilismo me arrojó un nuevo compañero de viaje, un auténtico barcelonés llamado Roger, arquitecto, cuatri-lingüe, hiper-simpático y loco por conocer mundo. Nos conocimos en Phnom Penh y juntos nos acercamos a la realidad camboyana en Battambang, donde también sorteamos los peligros de la noche. Un poco saturados de tanto centro-europeo, dábamos rienda suelta al castellano y a sus palabrotas largas y secas.


Es un lujo imitar a Indiana Jones recorriendo edificios milenarios cargados de simbolismo y luego comer fruta sentado frente a un santuario budista.


"Joder, ¿has visto eso?".


Andábamos en bicicleta de un lado a otro, buscando los sitios, sin prisas, parándonos a vacilar a los simios (se perseguían unos a otros junto a los caminos, saltaban por los árboles, se mordían su propio rabo, chillaban... Había docenas, algunos tan terriblemente gordos que ni se podían mover).



Presenciamos un atardecer poderosísimo desde lo alto de lo que parecía una pirámide maya, junto a otros miles de turistas que se movían como una masa de hormigas con cámaras, y vimos grandes escenas:


Una relajada familia de camboyanos hacía picnic frente al Templo de Angkor, cuando un macaco apareció, agarró la neverita por el asa y la tumbó con fuerza, derramando bebida y alimentos por el suelo de piedra. Todos se apartaron un poco, riéndose de la osadía del simio, y entonces el niño se acercó al animal para jugar y fue recibido por un grito y un zarpazo. La madre le cogió de un brazo y le dió una sacudida, por imprudente. El macaco lamía la leche vertida entre las grietas del suelo. Aquel era su territorio desde que monjes y reyes abandonaran el templo por la amenaza de Tailandia. En los últimos siglos, los árboles habían enterrado sus raíces en las edificaciones, separando bloques y ensombreciendo pasillos, mientras los monos se aburrían a placer entre las ruinas.


Ahora el hombre intenta recuperar territorio con caros proyectos de restauración y muchos miles de turistas fotografían el viejo esplendor, esquivándose unos a otros, mientras los niños venden souvenirs manejando hasta cinco idiomas.


"Es acojonante".


Yo aluciné con todo esto, pero creo que Roger estuvo a punto de sufrir un colapso de placer entre tantas y tan diferentes construcciones. Andaba de un lado a otro con la cara de quien ha descubierto un tesoro, y realmente así era. Luego, por la noche, visitábamos cada bar acabando con las jarras de cerveza por medio dólar. El mochilismo es lo que tiene.


Isla de Phi Phi, mar de Adamán.

martes, 17 de noviembre de 2009

Capítulo XII: Érase una vez el Apocalipsis


Cada provincia, ciudad y familia de Camboya arrastra un peso terrible que resulta difícil de afrontar incluso a través de un museo tres décadas después. Es algo tan horrible y traumático que no se enseña en los colegios y que no se menciona en el debate público; tan aberrante, tan implacable, que podría dejar el Holocausto en una simple anécdota.


El 17 de abril de 1975 los jemeres rojos tomaron el poder en un país arrasado por la dictadura, la guerra civil y los bombardeos norteamericanos. Bautizaron aquel día como Año Cero e inmediatamente comenzaron a trabajar en su objetivo: aniquilar la civilización.


Evacuaron las ciudades y encerraron a la población en campos de trabajo, sellaron las fronteras, confiscaron los bienes, separaron a las familias, abolieron el dinero, prohibieron la medicina, persiguieron la cultura y montaron una máquina de represión tan eficaz que acabó con una cuarta parte de los camboyanos en sólo tres años.


El objetivo oficial era "construir el socialismo en tiempo récord" a través de un programa acelerado de ruralización, adoctrinamiento y supresión completa de la libertad individual. Para ello había que dar un paso más que Stalin o Mao y empezar por igualar las mentes eliminando de raíz la sabiduría, que, como se sabe, genera pluralidad, ideas y seres humanos distintos. Primero dividieron a la gente en dos clases: campesinos analfabetos y el resto, aquellos sospechosos de haber estudiado o tenido contacto con extranjeros. Los dirigentes se paseaban entre los esclavos ofrenciendo cursos y posibilidades de formación; aquellos que mostraban interés acababan en una fosa común, de ahí que se acabase diciendo "estudiar" como sinónimo de "ser ejecutado".

Pero al final no había distinciones: labradores, profesores, abogados, obreros, estudiantes, hombres, mujeres, niños, personas mayores y miembros del propio partido acabaron muriendo por hambre, enfermedades o muerte violenta (entre un millón y medio y dos millones, nunca se sabrá).



Detrás de todo esto había un intelectual comunista educado en París llamado Saloth Sar, de modales refinados y serena conversación. Saloth Sar (conocido por su nombre de guerra Pol Pot, o Hermano Número Uno) intentó convertir su partido, el Angka, en el único pariente de cada camboyano; tal era su arrogancia, su narcisismo, su voluntad de poder.


Puede verse como una vuelta de tuerca más en la interpretación radical del marxismo: contemplar al ser humano como plastilina que moldear (cambia la propiedad en los factores de producción y cambiarás la sociedad y la historia). Como dijo Albert Camus: "Algunas revoluciones empiezan hablando de libertad y acaban organizando a la policía".


Dos lugares en Phnom Penh recuerdan el genocidio: la prisión de Tuol Sleng (o S-21)y los "campos de la muerte", a las afueras. Son dos sitios silenciosos y aterradores, sobretodo el primero, que muestra miles de fotografías de las víctimas maltratadas y en estado de inanición, con las máquinas de tortura bien conservadas, los camastros de hierro para los interrogatorios y muchísimos carteles explicativos con apuntes, cifras e historias concretas.


"Una vez, una chica se puso a tararear una conocida canción occidental mientras trabajaba en los arrozales; los guardias la detuvieron y la mataron en el acto. Luego colgaron el cadáver públicamente como advertencia".


El paisaje de Camboya tenía que ser impresionante: ciudades vacías, hambre, jornadas de quince horas en el campo, megáfonos gritando órdenes, guardias patrullando, tensión, miedo, dormitorios colectivos, y muerte. Las montañas de calaveras desenterradas y expuestas en los museos están ahí como toque de atención junto a los carteles de prohibido sonreír: cuidado, la barbarie está a un paso.


El final de la tiranía llegó gracias a otra de las obsesiones de Pol Pot: revitalizar el viejo imperio jemer representado por la antigua ciudad de Angkor (cuyos trabajos de restauración frenó por completo, destruyendo incluso la documentación al respecto). Esta ansiedad nacionalista pasaba por recuperar los antiguos territorios camboyanos, y es así como el ejército campesino, mal armado, mal mandado, mal entrenado y hambriento tuvo la osadía de atacar Vietnam y provocar una invasión que acabó con una segunda caída de Phnom Penh, esta vez en manos vietnamitas.


Pol Pot y los suyos se refugiaron en el campo hasta la muerte de éste (prisionero de su propia organización), en 1998. Tras muchos años de espera, los camboyanos pueden ver por fin a algunos de aquellos asesinos sentados en el banquillo del Tribunal Internacional formado hace dos años. Sin embargo, se dice que muchos participantes del genocidio ocupan altos puestos en la administración, puede que protegidos por su influencia, por la indiferencia internacional y por la vergüenza colectiva que impide a los camboyanos abordar el horror y saldar cuentas (algo similar a lo que pasa en España, dicho sea de paso).


Por eso dicen que muchos camboyanos se refugian ahora en el esplendor de su historia medieval para recuperar un poco de amor propio y compensar semejante mal trago. Y ese esplendor tiene un símbolo: los Templos de Angkor.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Capítulo XI: Las caras de Kampuchea


Y Camboya, por fin...


...Una inmensa llanura verde moteada de poblados campesinos, templos, minas y búfalos de agua. Su capital, Phnom Pehn (Colina de Penh), es amplia y muy cómoda de recorrer gracias a sus dos o tres avenidas de referencia y a las carreteras que la rodean con sentido práctico (clara herencia francesa, como dice mi amigo Roger). Los edificios son bajitos y polvorientos, y no faltan los puestos de caña de azúcar ni los mercados enérgicos.



Además, es el primer país que visito con unos rasgos raciales claramente diferentes (para mis ojos desentrenados) a los de sus vecinos: los jemeres son más altos, armoniosos y morenos, y tienen la cara y los ojos más redondeados. Muchos visten el vistoso "krama" (una especie de bufanda que utilizan como turbante contra el calor, como máscara para el frío, como falda o como simple adorno) y parecen tener un carácter ingenuo y agradable con clara inclinación a la charla. Sin embargo, Camboya tiene muchas caras.


Por todas partes hay niños, la mayoría jugando al borde de la carretera con toda su jerarquía de hermanos, descalzos y desgreñados, y es que la mitad de la población tiene menos de dieciocho años. ¿Las razones? Pol Pot y la pobreza. El primero organizó el exterminio casi completo de una generación (los que hoy tendrían entre cincuenta y sesenta años); la segunda es la misma lacra que afecta a dos tercios del mundo y motiva la creación de grandes proles para que ayuden a sus padres en el campo (el ochenta y cinco por ciento de los camboyanos vive en el campo). Muchos de estos niños trabajan como adultos "a sueldo" de sus padres, sea en bares, puestos de comida, arrozales, mendigando o vendiendo libros por las calles (diez horas al día, siete días a la semana, según uno de ellos).


Algunos bares y discotecas de Phnom Penh están ocupados por un ejército de chicas espectaculares que se acercan a seducir a los turistas (la mayoría supuestamente desprevenidos). Llegan, te preguntan por todo, te piropean y te invitan a ir a "otro sitio"; si las esquivas, te traen a una amiga; si vuelves a negarte, te traen a otra, y luego a un travesti, y así sucesivamente hasta que tienes que abandonar el bar (solo). Dicen que después no exigen dinero; simplemente te ofrecen drogas para potenciar la "diversión" y ahí está su negocio, en el tráfico. Queda añadir lo más importante: la posibilidad de dejar atrás la pobreza y la falta de oportunidades, o de pasar unos días viajando con un europeo y cenando en buenos sitios (muchas acaban teniendo hijos de occidentales desentendidos).


En medio de todo este tinglado están muchos conductores de tuk tuk, que ofrecen directamente drogas y servicios directos de prostitución y son los que reparten mercancías a las familias que utilizan a sus muchos hijos como vendendores.


Evidentemente, estas son sólo impresiones acumuladas en pocos días; la trama real debe ser mucho más grande, compleja y turbia.


Pero Camboya es alucinante. Como todo mochilero, me alojé en uno de las múltiples "guest house" (cuatro dólares por noche) que reposan junto al lago, casi todas con un bar, una mesa de billar, internet y una buena terraza cuyo horario depende de los clientes. En uno de esos lugares conocí a la estadounidense Pauline y al británico Dan, también recién llegados a la capital. Unas cuantas cervezas después, Dan cayó en brazos de una agresiva camboyana y al día siguiente nos fuimos los cuatro a visitar los "killing fields", posiblemente el segundo emblema del terror apocalíptico desencadenado por los jemeres rojos entre 1975 y 1979 (a lo que dedicaré una entrada, por supuesto).


La tarde de mi primer día completo fue espectacular: Sou-thia (la camboyana) nos invitó a cenar a casa de sus primos, al otro lado del río; así que nos abastecimos en un mercado local, echamos un cable en la cocina y cenamos en círculo con todo el enjambre de primos sonrientes, de entre uno y veintidos años, y la abuela (como digo, superar los cincuenta años en este país es prácticamente un milagro). Un buen comienzo en la Colina de Penh.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Capítulo X: "Good Bye, Vietnam"


No quería empezar con Camboya sin dar una buena despedida a Vietnam, fuera del napalm o la guerrilla campesina. Dediqué los últimos días a recorrer Saigón buscando lugares especiales para comer y terminando la jornada bebiendo cerveza de barril con un grupo de vietnamitas. Así pude descubrir que España se dice prácticamente igual que "vendo mi casa", algo así como "Tai-wa-ñaaa" (era imposible captar la diferencia entre las dos frases).


Hacía tanto tiempo que no veía una película que me metí en el "Instituto de Intercambio Cultural Con Francia", donde pude sufrir un buen ejemplo de cine galo, cerebral y durísimo. Trataba de dos hermanas que se reencuentran quince años después de que una de ellas asesinase a su propio hijo y pasase todo ese tiempo en la cárcel. Era un repertorio de tensión, lloros y portazos, sin apenas música. Para mi sorpresa, justo al terminar apareció el director, Phillippe Claudel, para explicar tanto dolor con voz melancólica. El título: "Hace mucho que te quiero".


También quería pasar un día entero al campo con esos campesinos de sombrero asiático que pasan su vida inclinados sobre paisajes extensos, verdes y húmedos. Por eso cogí un bus local atestado donde intentaron cobrarme diez veces el precio del ticket (¡veinte dólares!). Me levanté del asiento con indignación teatral y el tipo que me seguía lo redujo a la mitad, luego a la mitad y luego a la mitad de la mitad. Acabé pagando lo reglamentario para cada vietnamita.


Ya en el campo, en Ben Tri, un motorista me llevó a unos arrozales lejanos y completamente cubiertos de silencio, un silencio sólo roto por el viento. Allí me quité los zapatos, desenfundé la cámara y avancé entre las altas hierbas siguiendo las indicaciones de una campesina de las del sombrero. Pude tomar todo el vídeo y las fotos que quise.


Otro día se fue para el mercado chino, posiblemente uno de los más vistosos que me he encontrado hasta ahora. Luego recorrí varias pagodas con la compañía de un guía gratuito que se me acercó para practicar inglés. El chaval adoraba los idiomas: estudiaba filología china, seguía cursos de inglés, francés y ruso, y nunca se separaba de una carpeta llena de reglas gramaticales y metros de vocabulario en muchísimas lenguas.


Lo último de Saigón fueron unos noodles callejeros con cerveza fría, antes de partir para Phnom Penh(por cierto que en el sur vietnamita también se escupe y se eructa a discreción, pero se suelen oír expresiones como "Hello", "Please" o "Thank you").




Puedo resumir estas dos semanas con la frase de una camiseta: "Me gusta Vietnam, no la guerra de Vietnam".

lunes, 2 de noviembre de 2009

Capítulo IX: El horror


"Saigón...".


Cosas del azar, mi habitación tiene un ventilador en el techo que recuerda a las aspas de un helicóptero, un espejo de cuerpo entero y una mesilla que ya he cubierto de papeles y libros. Sólo faltan la misión y una botella de whisky medio vacía.

En Saigón (Ciudad Ho Chi Minh según la burocracia) terminó mi semana de exploración por los principales escenarios de la "guerra americana", como dicen los vietnamitas. Me instalé en Hué y desde allí recorrí la provincia de Quang Tri buscando la Ruta de Ho Chi Minh y los viejos enclaves norteamericanos hechos pedazos por los cañones del general Giap. Quang Tri fue la región más castigada por estar entre los dos Vietnam; es allí donde el secretario McNamara ordenó sembrar miles de minas que todavía hoy matan a varias personas al año, la mayoría niños que descubren los artefactos y los utilizan como juguetes.


Por suerte para los interesados, la zona no es muy visitada. Vietnamitas tristes recorrían la base de Khe Sanh ("el infierno de Khe Sanh") ofreciendo casquillos oxidados, medallas comunistas y placas identificativas. Las nubes ocultaban el sol y el viento agitaba la vegetación como si se anticipase una emboscada. Pero apenas quedan árboles en Quang Tri; la mayoría fueron calcinados por las 6,6 toneladas de explosivos que los invasores derramaron por cada habitante de la provincia.


Ya en el sur, los túneles de Cu Chi, pese a la marea de turistas, ilustran la astucia del guerrillero campesino, obligado a arrastrarse por corredores de su propio tamaño y a salir cada diez o doce horas para no caer inconsciente por la falta de aire. Utilizaban búnkers rudimentarios para fabricar todo tipo de trampas artesanales hechas con bambú quemado y hierros oxidados que luego ocultaban por toda la jungla. Sabían cuándo cocinar para que el enemigo no detectase el humo, dónde ocultar los arsenales y cómo vivir en la plena autosuficiencia.



El "Museo de los Restos de la Guerra", en Saigón, posee cientos de fotografías sobre las atrocidades cometidas por Estados Unidos, que muestran a chavales de veinte años posando junto a calaveras elevadas en palos, a un soldado sosteniendo medio vietnamita hecho girones por una granada, campesinos apaleados, hileras de cadáveres, bosques arrasados por el napalm y un largo muestrario de los efectos de la guerra química, con niños completamente deformados y familias destrozadas por la psicosis.


(En la foto: víctimas del agente naranja trabajando en un taller de manualidades levantado por el Gobierno a las afueras de Saigón).

"El horror, el horror...".

Luego hay una sección para los que decidieron aquello: aparece Nixon visitando Vietnam en los años cincuenta (como VP de Eisenhower), Johnson declarando la guerra y el pelo ultra-engominado de McNamara en una sala llena de mapas y chinchetas.

(Naturalmente, se echa de menos la imparcialidad. Nadie duda de quién es el agresor y quién el agredido, pero no hay, por ejemplo, ninguna referencia al tratamiento de los prisioneros hechos por Vietnam del Norte, amontonados muchas veces en cárceles hechas en el agua. Es más: la antigua prisión de Hanoi tiene una sala dedicada a lo bien que supuestamente vivían los estadounidenses entre rejas, cortando el pavo por navidad en una mesa con flores y cubertería, recibiendo cartas de sus familiares, siendo auscultados por un sonriente doctor o tomando té con periodistas. Tienen expuesto el presunto uniforme de John McCain, por cierto).

Las cifras abruman: cuatro millones de vietnamitas muertos y cincuenta y seis mil estadounidenses, tres millones de afectados por el agente naranja (que envenena para tres generaciones), dos millones de toneladas de bombas lanzadas (más que las vertidas en toda la segunda guerra mundial)... Un apocalipsis humano, material y ecológico.

Pero de toda esa barbarie podemos extraer dos cosas positivas: una es el buen cine, y la otra el periodismo competente y sin barreras. La guerra de Vietnam o guerra americana es fotogénica (si se me permite la expresión): en ella hay colinas arboladas, ríos espesos y prados donde se posan decenas de helicópteros; muestran a criminales sonriendo frente a montones de cadáveres, a muchachos imberbes llorando a escondidas, a campesinos protegiendo a sus hijos y filas de explosiones en poblados y campos de arroz. Es además una guerra llena de mitología por el rock, el cine y el poderoso movimiento pacifista... Y fue el periodismo quien lo hizo posible con la narración de "el horror" en primera persona.

Poco después los políticos aprendieron la lección y tomaron medidas. Los ingleses aplicaron el "pool" en la guerra de las Malvinas, que consistía en obligar a los periodistas a firmar un contrato donde se comprometían a no informar sin autorización sobre muertes aliadas, entre otras cláusulas; y el tradicional "embedded" o "empotrado"que se utiliza en Iraq y Afganistán: tan sencillo como integrar al periodista en el pelotón como un soldado más.

Entre tanta seriedad, tuve el inmenso privilegio de reencontrarme con Juan y Fabricio en mi primera, y su última, noche de Saigón. Intuí que podrían andar deambulando por Pham Ngu Lao antes de viajar a Camboya, y salí a husmear. Los encontré en una tasca donde servían garrafas de cerveza por cuarenta céntimos de euro. Los callejones de la ciudad, profundos y enrevesados, evocaban el declive de la presencia estadounidense, el fantasma de soldados deprimidos dando bandazos por los prostíbulos en muletas o con la cabeza vendada. Parecía que en cualquier momento me toparía con Robert De Niro y Christopher Walken jugando a la ruleta rusa.