lunes, 14 de diciembre de 2009

Capítulo XVIII: Piratas malayos

     (Sí, las Torres Petronas).


Tenía que llegar, la despedida. Siempre intento evitarlas (como dicen que hacen los franceses): mejor una palmadita en la espalda y un "nos vemos" que andar alargando y alargando hasta que todo se hace pomposo y alguien empieza a llorar. En realidad el viaje sigue en Beijing, desde donde no podré publicar porque la tiranía china no permite los dominios "blogspot", no vaya a ser que a sus súbditos les dé por expresarse o contrastar ideas. Allí completaré tres meses en Asia.

Me apetece continuar, pero la cámara de vídeo (con sus baterías, sus cables, el cargador y el creciente número de cintas) pesa cada día más y tampoco es cuestión de apretar las finanzas, que me tienen que dar para nuevos proyectos. Si me quedase por aquí, buscaría un lugar tranquilo (¿Sumatra? ¿sur de Laos?) donde leer y ver crecer la hierba durante dos o tres semanas para reponer las pilas y seguir caminando; le dedicaría su tiempo a Indonesia, recorrería Malasia, a lo mejor Myanmar, y daría el salto a las Filipinas. También volvería por Bangkok o Saigón para cultivar las amistades locales y quizás aprender otro idioma, Muay Thay, cocina o algo así. Cuanto más alargas la estancia, menos gastas por día (si vives con una familia local o te alquilas una habitación y comes como ellos, puedes tirar con siete euros diarios sin pasar ninguna necesidad).

Reflexión 1, para el extranjero:

Es verdad que las zonas más importantes se han vuelto muy turísticas, pero eso no impide que puedas empaparte a placer de la cultura local; siempre se puede coger una hora la moto y llegar a lugares donde puede que nunca hayan visto un occidental. Todo el mundo destaca la infinita variedad de opciones: si buscas perderte durante días por templos milenarios, practicar deportes de riesgo, descubrir tribus en montañas escarpadas, matarte a fiestas salvajes de veinticuatro horas, consumir drogas, recluirte en un monasterio, conocer gente o simplemente hacerte un viaje organizado, el sudeste asiático es el sitio.



Reflexión 2. Percepción de la realidad:

La vida cotidiana en estos países es más o menos esta (grosso modo, claro): levantarse a las seis y acostarse a las diez u once; tener muchos hijos; hablar mucho con amigos y vecinos de toda la vida y entregarse al sueño inevitable entre la una y las tres de la tarde; trabajar unas sesenta horas semanales para ganar sesenta euros al mes con los que pagar quince euros por la vivienda, la electricidad y el agua, veinte céntimos diarios para el kilo de arroz con el que se alimenta una familia, gastos colaterales y cuestiones de educación y salud, que son lo que más esfuerzo requiere (la prostitución es una lacra general, y aunque la alfabetización ya es casi completa, muchos niños tienen que trabajar; todo apunta a que las mujeres como los auténticos motores de la economía).

(Estibadores en Sunda Kelapa, puerto de Yakarta).
Son pobres aunque no paupérrimos (en general; está la mendicidad de Camboya, la dura vida en el campo, los arrabales de las grandes ciudades...), pero por alguna razón (¿budismo + buen tiempo + arroz?) la escasez no genera violencia. Me reitero: He pasado días enteros metido en trenes y autobuses asfixiantes donde nadie hablaba inglés y yo era el único blanco, he dormido en parques, en los hoteluchos más baratos (jamás pagué más de cuatro o cinco euros salvo dos excepciones) y me he perdido por lugares remotos, pero repito que no me he sentido amenazado por nada ni nadie en ningún momento (conocí a una chica a la que le hurtaron el bolso en un bar, y a un par de ingleses que fueron agredidos por malayos borrachos en una discoteca; es todo). No sólo no hay hostilidad sino que a los locales (salvo algunos norvietnamitas) les encanta intercambiar pareceres con los extranjeros (las tascas a pie de calle son el lugar perfecto).
Reflexión 3. El azar ("la música del azar", como la novela de Paul Auster).

Normalmente cada uno tiene una rutina que respetar, y cuando queremos montar un plan hay que seleccionar momentos muy concretos que se escapen de esa rutina. Esto crea una vida previsible, blindada: mismo horario, mismos escenarios, misma gente... A veces conoces personas nuevas, pero hay que abonar el terreno lentamente para incluirlas en tu vida.

La dinámica de viajar rompe con eso: puedes entablar conversación en lugares tan insospechados como un puesto de noodles, un paso de zebra, un tren o un locutorio. En Madrid no se te ocurriría dirigirte a alguien porque sí, tiene que haber un motivo concreto (pedir la hora, por ejemplo). Aquí da un poco igual, porque sabes que el otro mochilero también está a quince mil kilómetros de su casa para acumular anécdotas que contar a la vuelta, y eso modifica tu viaje a cada paso: que acabes bebiendo cerveza con un grupo de holandeses locos, leyendo en el hotel o ligando depende del autobús que cojas por la mañana (ayer mismo compartí habitación con un indio que se había pateado Uzbekistán, Kirguizistán, Tayikistán y el norte de Afganistán, donde había convivido con los ismailitas, un pueblo pacífico dirigido por un tipo muy carismático llamado Ata Khan, creo recordar).

(Rezo del viernes en la Mezquita Istiqlal, Yakarta).

Una vuelta de tuerca más: cuando pasas con alguien una semana espectacular en Vietnam o Camboya y sabes que posiblemente no vas a volverle a ver en tu vida, la amistad avanza todos los pasos de golpe (hay personas de las que sé hasta las infidelidades de sus padres). Es como en las películas bélicas, cuando hay dos soldados cubiertos de barro en una trinchera hablando de sus traumas y sueños personales (entonces uno saca una foto de su novia Sally con la que va a comprar una rancho en Connecticut, y justo después lo matan).

Por eso muchos dicen que su viaje es la gente que conocen, o que viajar solo es la mejor forma de no estar solo.

(Esto ya se parece a una despedida sentimental).
Es como un adiós, pero no: mantendré el blog abierto por si en enero me apetece seguir publicando cosas sobre mi viaje sin un asiático fumando o viendo porno en el ordenador de al lado. Sabed que la aventura volverá como una serie de documentales. Os bombardearé cuando llegue el momento.


Muchas gracias por leerme y en 2010 no dejéis de venir al lugar donde se escondían los piratas.


Kuala Lumpur, Malasia.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Capítulo XVII: Muerte en Bali


Una vez vi la foto de una especie de toro-dragón de cartón transportado por decenas de asiáticos en un lugar desconocido. Debajo creo que ponía algo de un funeral y de Indonesia. Era una foto colorida y llena de movimiento, dinámica. Muchos meses después, camino por Ubud junto a un ciudadano local que me promete un hotel barato, céntrico y confortable (no mentía). Además me dice que mañana hay un funeral, y al doblar una esquina veo un muñeco estilo las Fallas montado sobre una base de bambú. Parece le mezcla de un toro y un dragón. "Tomorrow, tomorrow".

Efectivamente: es por la mañana, brilla el sol y cientos de balineses visten un sarong sobre las piernas y una cinta en la cabeza; se preparan para despedir al anciano de la foto que pende del muñeco. Pese a tratarse de la muerte, todo Ubud participa de inmensos preparativos alzando la voz y riéndose por las calles; las mujeres reparten sarongs (obligatorios para ver la ceremonia) y los niños se sientan a esperar. Hay también una pagoda falsa de unos cuatro metros, lista para ser transportada tras el toro-dragón.

Los jóvenes agarran los muñecos por su base de bambú y una enorme orquesta toca todo tipo de tambores, bailando y girando sobre sí misma y alrededor de los títeres. Las familias se asoman a las ventanas; los niños y los turistas observan boquiabiertos. Varios hombres con mangueras riegan sin piedad a la multitud eufórica que avanza por las calles hacia el cementerio, situado en una pequeña colina.

Allí llegamos, los muñecos se dejan entre varias tumbas y tres hombres maduros con visible autoridad sierran el lomo del toro-dragón y meten el cadáver en el interior; luego lo cubren de complicadas ofrendas hechas con flores, galletas, dinero y arroz, lo rocían todo con agua (bendita, imagino), luego con gasolina, toman medidas de precaución y le plantan fuego. El cuerpo del anciano arde ante la muchedumbre que se pasea de un lado a otro con curiosidad. Hay agua gratis para los asistentes. El conjunto se parece más a los carnavales de Cádiz que a un funeral cristiano.


Se supone que la cremación libera el alma de su envase muerto posibilitando la reencarnación (probablemente en otro miembro de la misma familia); es la forma de celebrar el ciclo de la vida. Sin duda era un hombre importante, de una casta prominente (cuando muere algún miembro de la familia real balinesa se queman muñecos gigantescos).

¿Y por qué pasa esto en Bali y no en Java o Sumatra? Porque Bali es el lugar donde hace medio milenio se refugiaron los restos del imperio Majapahit, víctima de querellas internas y arrinconado por la expansión islámica. Es el enclave hindú de Indonesia (readaptado, sincrético, particular), "la isla de los dioses", un sitio repleto de tradiciones, templos, arte... Y cada vez más turistas. Ubud se mantiene más o menos, y el norte de la isla sigue tranquilo, pero desde el sur llegan riadas de australianos e ingleses sedientos de olas y cerveza barata. Kuta, por ejemplo, ha sido conquistada por las tiendas de surf, los tatuajes y las agencias de viajes. No puedes dar un paso sin que te ofrezcan de todo y, por la noche, los gritos alcoholizadas reverberan por la ciudad, comercial, apretada, colonizada.

Pero no pasa nada: Indonesia consta de diecisiete mil islas donde viven doscientos cincuenta y cinco millones de personas que practican varias religiones y hablan unas seiscientas lenguas. ¿Alguien da más?

lunes, 7 de diciembre de 2009

Capítulo XVI: Caminando por la Luna


Bromo, Java Oriental. Tres de la Mañana. Varios golpes en la puerta terminan con un sueño profundo, el primero en dos meses sin el zumbido de un ventilador. Salgo al aire libre con los únicos pantalones largos que me quedan y la única sudadera, y llevo el krama enrollado al cuello como una bufanda para amortiguar el frío. Coronar el volcán exige atravesar un desierto de ceniza durante una hora, el tiempo justo para ver amanecer sobre el cráter.

Bajo la montaña por un sendero escarpado, sólo iluminado por el resplandor azul de la Luna. Todo a mi alrededor es silencio, oscuridad y siluetas de árboles inmóviles. De vez en cuando pasa algún Jeep cargado de turistas hacia el mirador de un montaña lejana; les han dicho que desde allí está mucho mejor. No lo sé, pero caminar por un desierto en noche cerrada tiene su punto.

Descenso concluido, encuentro una enorme extensión de dunas azules sin ninguna indicación. Son las cuatro de la mañana, y el volcán está tranquilo en el horizonte, humeando como un fumador pensativo; la luna casi llena sigue brillando en el cielo, encima de una montaña cortada por la mitad. Dunas y más dunas grises, y de vez en cuando maleza y ráfagas de viento que levantan torbellinos de ceniza. Cierro un poco los ojos y me alzo el krama por encima de la nariz hasta parecer el bandido de una peli de vaqueros. Me siento como un astronauta saltando entre socavones y marcas de meteorito. Me alegra estar completamente solo.

Veo que una parte del cielo ya está empezando a clarear, así que me doy prisa. Cinco menos cuarto. De pronto me encuentro un caballo solitario atado a una columna de piedra. ¿Cómo puede estar solo aquí, a estas horas? Me fijo bien y tiene a sus pies una especie de mochila. La mochila dice "¿Guide?"; me acerco y veo que de la pelota de ropa sobresale una nariz. "Tidak, terima kasih". Cinco de la mañana, unos cinco grados. Gente dura.

Alcanzo la falda del volcán, fatigado de arrastrar tanta ceniza con los pies. La mitad del cielo está bastante más clara que la otra mitad, y comienzo a subir la larguísima escalinata de piedra que conduce al objetivo. Noto por primera vez el olor a huevo podrido que desprenden los volcanes activos; el azufre, imagino. La columna de humo, la soledad, la piedra, el amanecer... Todo tiene un aire mitológico, como si de repente fuese a encontrar un coloso encadenado para la eternidad en el interior del volcán.

(En la foto: Las escaleras vistas desde el borde del cráter; el que sube es un vendedor que no paraba de toser).


Por fin llego al borde del cráter y tengo el placer de contemplar la fuente del humo, el primer volcán activo que veo en mi vida. Es enorme, amplísimo y rugoso; sabes que tiene potencial, que un siglo de estos puede pegar un petardazo como su primo el Krakatoa y matar a miles de personas con lava, Tsunamis y terremotos. Es sereno pero peligroso; tiene carisma de volcán.

Sólo hay cuatro personas, todas protegiéndose la cara del polvo y el hedor, pero contentas, fotografiando y señalando con el dedo los puntos que empieza a destacar el sol. Me voy a dar la vuelta al cráter antes de que comience a llegar la gente. El sendero es estrecho y muy irregular, a veces picudo, adecuado para enviarte directamente a la muerte tanto de un lado como de otro. Durante el paseo diviso otro enorme cráter circular relleno de ceniza que parece húmeda, pastosa; todas sus paredes están secas salvo una, cubierta de arbustos verdes. El sol resalta los contrastes; la vista es impresionante.

Cuando vuelvo al punto de la escalinata, ya hay un par de docenas de turistas con cámaras y gafas de sol. Los Jeeps llegan poco a poco al pie del volcán, junto a un ejército de guías, caballos y vendedores ambulantes. Siete de la mañana; a desayunar.


sábado, 5 de diciembre de 2009

Capítulo XV: El mejor tren de Java


El Aeropuerto Internacional de Yakarta te recibe con poco tacto: "Drogas... ¡Pena de muerte!", dicen los carteles, y luego la ciudad tampoco hace ningún esfuerzo por agradar; sólo parece ofrecer tráfico, desorden y polución. Por eso sigo los consejos, la dejo para el final del viaje (como se suele hacer con Bangkok) y me voy directo a Yogyakarta, la capital cultural de Java. Paso logístico: tren, economic class; cruzar media isla en doce horas por un euro y medio, diez veces menos que la clase executive.


El vagón recuerda demasiado al infierno de Hanoi-Sapa (ver capítulo VII), pero parto con ventajas: voy mentalizado, viajaré de día, tengo un buen libro y los asientos están un poco mullidos... Y desventajas: no hay aire acondicionado, ni ventilador, ni baño; voy solo (el único no oriental) y con todo mi equipaje, y el número de personas duplica el de asientos. Acomodo el macuto y me siento a leer; a mi derecha, un hombre de unos setenta años con ojos vidriosos y gorro tradicional. A la izquierda, un tipo que no deja de hablarme en indonesio pese a mi evidente ignorancia; delante, una pareja de veinteañeros y un señor de cuarenta y tantos (si no me equivoco; adivinar la edad en estos países resulta sumamente difícil; los occidentales solemos echarles siempre cinco o diez años menos, y ellos a nosotros cinco o diez más). El ambiente es muy amistoso, y no paran de pasar vendedores ambulantes con cestas y cajas diversísimas: ofrecen libros infantiles para colorear, gorros musulmanes, frutos secos, bebidas, sopas, cartones con arroz y carne, paraguas, plátanos, abanicos... Incluso hay quien se pasea con un generador eléctrico portátil por si alguien quiere cargar el móvil (pueden carecer de cama para dormir o no tener casi ropa, pero el móvil y la televisión nunca faltan).


Desde mi asiento, observo a un militar corpulento con gafas de sol y boina azul de Naciones Unidas. Está de pie, como la mitad de los pasajeros. Poco después me aborda con un inglés fluido. Es sargento, integra la misión de la ONU en Líbano y está orgullosísimo de ello. Habla con ademanes sueltos y enérgicos; me informa sobre su programa de entrenamiento diario golpeándose el pecho, diciendo "Powerful, powerful". Es la primera vez que vuelve a casa en un año para ver a su mujer y a su hijo. Conoce a varios españoles e incluso domina un poco la lengua; lleva siempre un cuaderno lleno de volcabulario y frases pasadas de moda ("Hola señor, ¿cómo está usted?") que practica de vez en cuando. Charlamos una buena media hora, y me termina enseñando la cicatriz que tiene bajo la rodilla derecha (el enemigo intenta dar en los genitales para bajar la moral de los cascos azules). En el móvil tiene fotos de la operación, del hospital militar y de sus compañeros de dos metros, y lleva una colección de parches e insignias que guarda con placer, entre ellas una de la Guardia Civil. Intercambiamos el facebook y me regala una camiseta color arena: "Mantenimiento de la Paz en Líbano".


Las doce horas dan para mucho. El veinteañero que habla algo de inglés me apunta frases útiles en indonesio, que resulta ser un idioma relativamente asequible gracias al alfabeto latino y al principio fonémico (se escribe como se pronuncia, como el español). Pido una botella de agua ("aqua") a uno de los vendedores, y entonces dos chavales sentados al otro lado le extienden rápidamente las dos mil rupias que vale. No me dejan pagar. El calor es insoportable; parezco un trozo de mantequilla fundiéndose al sol; ellos lo ven, se ríen y me abanican de broma. En cada parada la gente sale a mear rápidamente en las vías del tren, pero yo me aguanto; demasiadas personas que empujar, esquivar y saltar, y además está mi macuto. Doce horas.


Junto al interminable río de vendedores ambulantes, aparece de vez en cuando algo muy común en Indonesia: los músicos callejeros; desde las chicas que cantan haciendo sonar una especie de maracas, hasta las bandas de ocho miembros con varios instrumentos, la música es constante en aceras, bares, parques, trenes y autobuses.


Llega la parada de una mujer con velo. Antes de irse, me regala un llavero con forma de fresa y me dice: "Welcome to Indonesia". En el último tramo, unos chavales me dan una caja de buñuelos que no me dejan rechazar. Salgo del tren agotado pero conmovido, con todos esos tópicos ("tienen poco pero lo comparten", "el calor de la gente") dándome vueltas en la cabeza. Pero me da igual que parezcan mitos, ya lo he comprobado muchas veces estos dos meses y un tercio: aquí todo es hospitalidad, atenciones, sonrisas, parsimonia, relax, filosofía, arroz, placer... Sólo hay que ver el aspecto de Buda (aunque los indonesios sean musulmanes): sonriente y blando, sin aristas ni músculos tensos; nada que ver con el palestino que chorrea sangre clavado en la cruz, ni con los velos o las restricciones de por vida.


Ya en el hostal, tardé cinco minutos en quitarme la camiseta, sudada, acartonada, llena de trazas marrones. Olía como un perro muerto, pero no importaba.


Ubud, Bali.