miércoles, 28 de octubre de 2009

CapítuloVIII: Los norvietnamitas y el arte de escupir


Si París hubiese sido conquistada por el Vietcong, sería Hanoi. Fue rompedor llegar por fin a una auténtica capital asiática trazada por calles enrevesadas, restaurantes callejeros abarrotados, pocos turistas y miles, millones de motos. Antes estuvieron Bangkok y Vientián, pero no tenían tanto encanto. Una por la afluencia masiva de turistas, la otra por su visible falta de alicientes.

En Hanoi se percibe otra cosa: los edificios coloniales, las panaderías, las floristerías y los cafés recuerdan a la capital francesa, también ese culto a la estrechez en las viviendas y los restaurantes, con los clientes comiendo hombro con hombro y los cocineros trabajando en el espacio indispensable. Aquí se juntan los rasgos de una república socialista, con carteles propagandísticos, culto a la personalidad de Ho Chi Minh y niños uniformados de pioneros, con la dinámica del capitalismo: hay muchos barrios y muy buen comercio, sobre todo de tecnología, y es evidente que sus ciudadanos poseen una vitalidad y un ingenio difícil de ver en otros lugares.

Hay otro aliciente (según se mire) en la terquedad de la gente. Interactuar con los habitantes de Hanoi es más parecido a boxear que a conversar. El regateo es completamente agresivo, por ejemplo: muchos restaurantes no tienen menú y hay que preguntar el precio, así que la camarera saca un fajo de billetes y estampa uno encima de la mesa. Suele ser una cantidad abusiva, y cuando le señalas otro billete, ésta lo rechaza con un grito y se va enfadada. En el tren te empujan sin piedad, las colas no se respetan jamás y en algunos sitios te echan a manotazos cuando terminas de comer. Aunque lo peor son los ríos de motos que toman la ciudad como rehén y nunca dejan pasar, de manera que te ves forzado a diseñar complicadas estrategias para cruzar una calle.

Además, en todas partes y a cualquier hora del día se oye a la gente escupir y eructar como si estuviesen a solas en el baño de su casa. No lo hacen distraídamente, con naturalidad, no: dan a sus gases toda la potencia posible. Podías ver a un hombre de cincuenta años sentado en plena calle a mediodía, con su mujer, colocar las manos sobre las rodillas, poner la espalda recta y comenzar a acumular flemas en la garganta, con fuerza, para luego soltarlo todo en la acera haciendo el mayor ruido posible. Una mañana, en el Tren de la Reunificación, había dos chicas de unos dieciocho años arrastrando un carrito con comida, cuando una de ellas expulsó por la boca los gases que tenía atravesados en el pecho desde la noche anterior. Y lo mismo para estornudar, sin poner la mano delante y hasta gritando.

En serio, era constante.


Teorizando un poco, es importante recordar que Hanoi fue en su día la capital del Vietnam comunista que luchó durante treinta años para expulsar a los franceses y luego a los estadounidenses, y terminó unificando el país bajo la férula del Partido. Semejante sacrifico material y humano (cuatro millones de vietnamitas muertos sólo contra los Estados Unidos) requiere una tenacidad implacable, infinita, un pueblo capaz de darlo todo por una idea. No es difícil imaginarse a esta gente viviendo en túneles y tendiendo emboscadas en los lugares más inaccesibles, oponiendo la guerrilla a la guerra química, aprendiendo de su enemigo. Puede que los eructos y los estornudos sólo sean manifestaciones de ese orgullo terco, una forma de decir: “Aquí estoy yo, joder”. En Tailandia y Laos te reciben como si fueses una estrella de cine. Te saludan en la calle y los niños vienen a chocarte la mano. En Hanoi te ignoran, no tienen por qué reirle las bromas al turista. Parece un lugar construido desde dentro y desde abajo.

Pero, aparte de todas estas anécdotas de calle (junto a la del tren, en el post anterior), en ningún momento se nos ofendió directamente, ni temimos por nuestra seguridad, ni nada por el estilo. Dicen que es una diferencia de carácter entre la gente del norte, de clima frío y aspereza de Partido, y la del sur (parecido a lo que ocurre en España, salvando enormes distancias). Dentro de poco lo comprobaré en Ciudad Ho Chi Minh (Saigón).

Hué, centro de Vietnam.

sábado, 24 de octubre de 2009

Capítulo VII: "Estuve en Vietnam..."


La escena suele empezar con un viejo barbudo encendiéndose un cigarro en la oscuridad. La silueta inhala con energía y las volutas de humo se deshacen por el aire. Su primera frase es "Estuve en Vietnam...", y luego hay unos segundos de silencio. A continuación llega una historia de tortura y heroísmo, de muchachos saludables criados en Kansas u Oklahoma sacrificados en la flor de la vida por intereses nacionales que nadie acaba de comprender. Al final, el narrador reconoce que se despierta cada noche envuelto en sudor porque su mejor amigo se lanzó en plancha sobre una granada para salvar al pelotón de una muerte segura...


Coincidí con los argentinos Fabricio y Juan en el autobús que une Vientián (Laos) con Hanoi (Vietnam). Los había conocido en el famoso "tubing" de Vang Vieng y habíamos compartido un par de cubos llenos de whisky. Durante el pesadísimo trayecto de veinticuatro horas se me pasaron muchas frases por la cabeza: "Me gusta el olor del napalm por la mañana", "No siento las piernas","Estuvimos juntos en aquel infierno de Hanoi"... Sobre todo en el último tramo, con el sol descendiendo naranja sobre los palmerales y los campesinos encorvados. Me acordaba de Willard remontando el Mekong para matar a Kurtz, del teniente Dan recibiendo a Forrest y a Bubba, del recluta patoso perdiendo la cabeza y de Charlie Sheen muerto de miedo en una trinchera.


Una vez en Hanoi, fuimos los tres a un hotel regentado por una joven vietnamita bien dotada para los negocios. Sacaba su calculadora y organizaba: nos ofrecía viajes a bajo precio con todo tipo de explicaciones; tras comparar con otras agencias, contratamos un día por la Bahía de Ha Long y dos recorriendo las montañas de Sapa, en la frontera con China. Lo pasamos bien en Ha Long, pero a la vuelta sólo teníamos media hora de margen para ir a coger el tren a Sapa. Entre el larguísimo viaje desde Laos, un día pateando Hanoi, las cervezas de por la noche, las cuatro horas de sueño y Ha Long, estábamos muy cansados. Ya en la Bahía fantaseamos con agarrar la cama y dormir sin prisas. Incluso Juan se atrevió a sugerir que no comprásemos ninguna botella de ron y dedicásemos las nueve horas del viaje a dormir. Por algo habíamos alquilado un compartimento con camas.


Así que llegamos a la estación a las diez de la noche arrastrando las mochilas. Juan mira cómo muchos vietnamitas se arremolinan en horribles bancos de madera y dice: "Che ¿Te imaginás pasar la noche así?", "Me muero", "Menos mal que vamos en primera clase". Sacamos nuestros tickets, subimos al tren y nos indican nuestro sitio, pero no en un compartimento con camas... Nos colocan allí, en aquellos bancos hechos hace décadas, pegajosos, duros, angostos, diseñados para culos que se alimentan de arroz con vegetales.


La cara de Juan expresa desesperación: lleva muchos días de "tubing", autobuses y madrugones, y no puede más. No ha parado de fantasear con dormir diez horas, y ahora esto. ¿Por qué? ¿Qué ha fallado? Comprobamos mil veces los billetes e intentamos comunicarnos con algún encargado, en vano. Hemos sido timados. "¡La mina del hotel nos ha cagado, boludo!". Decidimos apechugar para poder contarlo después. Fabri y yo nos reímos de nervios y por la cara de Juan, ojeroso, con barba de tres días y el aire de un gato aplastado en la carretera.


"Sólo hay una cosa que diferencia al vivo de un fiambre: los calcetines".


El tren está completo, no existe la posibilidad de conseguir un banco entero ni de escapar del calor o los olores aún sin identificar. Los vietnamitas esparcen sus bultos por todas partes; algunos fuman. Todos nos miran con curiosidad. Somos los únicos occidentales en ocho vagones completos, y se ve que no estamos acostumbrados a las incomodidades. Echamos mano de las seis latas de cerveza y discutimos las estrategias. Durante las nueve horas y media que nos quedan por delante, uno apoyará la cabeza en la ventana, otro colocará los pies en el asiento delantero y el tercero se acostará bajo los bancos con un chubasquero para protegerse de la densa mugre. Rotaremos posiciones cuando sea conveniente.


"¿Alguna vez has puesto tu vida en manos de otro hombre y le has pedido que ponga la suya en tus manos?".


La postura número uno es como intentar dormir sentado en un taburete, una tortura. La segunda no es muy diferente; la tercera es la menos mala. Aunque las telarañas se te enreden en la frente, no puedas moverte por estar aprisionado bajo los bancos y tengas a decenas de personas descalzas pisando a cinco centímetros de tu cara pegada al frío suelo, al menos estás acostado. Pero añádele el traqueteo violento, las olas de olor a pis y huevos cocidos verdes que comen los pasajeros, el bochorno, las constantes paradas y las idas y venidas de un carrito, y tendrás posiblemente la noche más incómoda de tu vida.
"Estuve veinticuatro horas haciéndome el muerto en una fosa común junto a los cadáveres de quienes habían sido mis amigos. Cuando se hizo de noche, salí y acuchillé a los guardias. Había trocitos de carne amarilla por toda la balloneta".


La travesía por Sapa valió la pena. Descendimos una montaña acompañados por un grupo de mujeres H'mong, comimos al lado de los arrozales, nos bañamos en el río y pasamos la noche en una casa local. Investigamos el caso del tren y las supuestas camas y averiguamos que por lo que habíamos pagado (cuarenta y ocho dólares el pack) sólo teníamos derecho a la incomodidad. Emprendimos el viaje de vuelta más mentalizados y descansados, pero fue todavía peor, pues nos tocó junto a los retretes y con pasajeros inquietos.


¿Timo o malentendido? No nos quedaba claro, aunque Fabricio tenía una respuesta:

"Che, si cagaron a Francia y a Estados Unidos, ¿no van a cagar a un gallego y un par de argentinos?".

sábado, 17 de octubre de 2009

Capítulo VI: Los dos Vang Vieng

Vang Vieng es una pequeña ciudad laosiana levantada junto a un río, al pie de una cordillera verde y accidentada plagada de grutas, senderos y lagos azules. Pero, pese a su entorno, todo en Vang Vieng está dedicado a satisfacer los placeres más gruesos y elementales de Occidente, lo que muchos llaman mal gusto. Cada uno de sus bares emite desde la mañana a la noche capítulos de "Friends" o "Padre de familia". Sin excepción. En cualquier lugar tienes a mochileros alineados frente al televisor comiendo en silencio una hamburguesa con ketchup y patatas fritas. Es como si te invitaran a desconectar de Asia: venga, deja ya de comer arroz y saludar juntando las palmas de las manos, tómate un respiro, despatárrate en un sillón, habla en voz alta y bébete una cerveza. Y cada sitio te ofrece dos cartas: una con comida y bebida, y otra con todo tipo de recetas para consumir setas, marihuana u opio (el "Magic Menu").



Esta dinámica se confirma en el "tubing", un circuito de alcohol montado por la mafia laosiana a lo largo del río para lujo de guiris borrachos. El fenómeno en sí mismo no es genuino; cualquiera puede buscar cosas parecidas en otras ciudades del mundo: pulserita y a beber. Lo que lo hace especial es el entorno, que es espectacular: los bares están edificados en pleno río, con las montañas escarpadas a un lado y los arrozales al otro. También es curioso ver a borrachos gordos y rosados de Manchester lanzarse al agua con una cerveza en la mano mientras pasa por allí un tranquilo pescador ajeno a todo. El otro punto lo dan las pruebas acrobáticas que ofrece cada bar: trapecios, tirolinas, trampolines y toboganes que te catapultan al vacío sin ninguna medida de seguridad.

El proceso dura unos cuatro kilómetros. Alquilas un enorme flotador y vas con él al bar de salida, pruebas la atracción, tomas algo y te vas al agua a dejarte arrastrar por la corriente (que por cierto es bastante fuerte); entonces los bares que aparecen por el camino te lanzan cuerdas para que hagas una paradita. En el cuarto bar, la mitad de los participantes no se tiene en pie. Muchos ya están desnudos, pintados, heridos o jugando un partido de voleyball en el barro.

Pero lo peligroso no es romperse la cabeza al tirarte de una plataforma por el lado equivocado (cada año mueren así dos o tres personas). Lo realmente delicado es cuando llega la noche a las seis de la tarde y ves que te encuentras flotando río abajo, que los bares se han acabado y que sólo quedan la corriente, la oscuridad y las rocas que sobresalen del agua. De no ser por una australiana que llevaba un mes haciendo el "tubing", la de Nueva Caledonia y yo estaríamos ahora por Camboya.


Como alternativa a todo esto, decir que a sólo cien metros del bar de salida, doblando un bosquecillo, está la "Organic Farm" del Señor Thé, un silencioso sabio dedicado a potenciar la educación y la igualdad de oportunidades entre los lugareños más pobres. Cada mes llegan a él mochileros deseosos de echar una mano en la construcción de una casa, cultivar té o dar clases de inglés. A cambio se les da vivienda, comida ecológica y una sana gratificación.


Cada uno elije cómo hacer turismo.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Capítulo V: Otros lugares



Laos. Es extraño llegar a un país del que no se sabe prácticamente nada. Cuando alguien menciona Tailandia, vienen a la memoria palabras como "Bangkok", "turismo", "Muay Thai", budas y bailes tradicionales con tailandesas cubiertas de oro y colores chillones. Si alguien dice "Vietnam', automáticamente aparecen imágenes de la guerra televisada con emboscadas, helicópteros, Saigón o el rock, y luego a veteranos barbudos contando batallitas y maldiciendo la intervención desde una silla de ruedas. De Camboya podemos recurrir a los Jemeres Rojos y a los Templos de Angkor. Pero ¿Laos?


Pues Laos es como Tailandia hace veinte años, o eso es lo que se oye entre los viajeros. Se trata de un país algo más pobre, sin salida al mar, objeto de caridad por parte de sus vecinos y con un idioma muy parecido al thai. Parece que sus gentes son más bellas, pero más conservadoras: todos los bares cierran a las once y media de la noche y para las discotecas el tope son las dos de la madrugada. Su modelo político-económico es parecido al chino: partido único, supervisión policial y mercado relativamente libre.

Llaman la atención la enorme cantidad de niños que hay (aunque al parecer es en Camboya donde existe la mayor proporción de jóvenes), y no hay una presencia tan alta de "ladyboys" (travestis) como en Tailandia, donde los bares ofrecen precios diferentes para "chicos", "chicas" y "ladyboys". Sus calles parecen seguras y todo el mundo es tan sonriente como en Tailandia.


Aunque todo esto no es más que la impresión rapidísima de un extranjero de paso.

De la que sí podré hablar en el próximo post es del "tubbing", un circuito de tres kilómetros a vida o muerte por un río repleto de bares flotantes y pruebas acrobáticas donde cada año mueren unos cuantos mochileros borrachos, ciegos de opio o comidos de setas. Mañana y aquí, en Vang Vieng.

jueves, 8 de octubre de 2009

Capítulo IV: Pai


Dicen que los tailandeses adoran el norte de su país por la tradición y la tranquilidad que representa. Lo mismo se podría decir de los mochileros, que llegan allí en busca de un respiro tras haber sufrido Bangkok y las tumultuosas playas del sur.


Chiang Mai es un buen destino por sus parques públicos, sus estanques y cafés, sus decenas de librerías llenas de clásicos en inglés, su agreste entorno natural y sus célebres masajes de pies. Allí pasamos cinco días dedicados a salir y cultivar nuevas amistades. Una noche quedamos con gente que habíamos conocido el primer fin de semana en Bangkok, y al día siguiente con los del trekking (gigante polaco incluído). El sábado, Martín partió hacia Laos y Lukas y yo nos fuimos a aprender escalada, cortesía de los experimentados eslovenos.


Pero el norte esconde un lugar con más encanto, metido en las montañas y rodeado de pueblos de etnia china. Se llama Pai y hoy en día está considerado, dicen, uno de los enclaves más relajantes del mundo. Su población no pasa de los tres mil habitantes, sus calles están plagadas de música y exposiciones artísticas y junto a los mochileros podemos observar a abueletes de blancas barbas que llegaron hace cuarenta años para trabajar en granjas secretas perdidas en los bosques. Aquí es obligado buscar un bungalow (tres euros diarios) y alquilar una moto (dos euros al día, no es broma) para explorar cascadas, géiseres, templos y poblados de los alrededores.


Y eso hicimos el primer día: ocho horas a dos ruedas arriba y abajo, parando de vez en cuando para degustar Pad Thai o algún nuevo tipo de curry (sesenta céntimos de euro). Por la noche, cervezas e historias locales junto a viajeros veteranísimos que descansan en Pai indefinidamente.


Allí todo es fácil.


El cuarto y último día encontramos por casualidad un campo de entrenamiento de Muay Thai a las afueras, donde algunos extranjeros alquilan una cabaña y pasan allí varios meses cultivando cuerpo y alma por diez euros al día (con comida y todo, y es de los caros). Se levantan al amanecer para salir a correr, luego entrenan durante dos horas, comen, descansan, vuelven a correr y reciben otras dos horas de Muay Thai. Ducha, clase de tailandés y tiempo libre.


Pero ya he salido del oasis. Lukas ha vuelto a Bangkok para recibir a una amiga y yo estoy en Chiang Khong, desde donde mañana tomo un barco para navegar por el Mekong durante dos días y llegar a Luang Prabang, capital cultural de Laos. Se vienen una pareja de franceses y una chica de Nueva Caledonia.

domingo, 4 de octubre de 2009

Capítulo III: Un poco de naturaleza


Todo empieza en un hostal de Chiang Mai a las nueve de la mañana. Lukas (Austria), Martín (Argentina) y yo apuramos nuestros desayunos, y un pequeño camión aparca enfrente con varios mochileros subidos en la parte de atrás como si fuesen soldados. Tardamos una hora en alcanzar la montaña, y nos preparamos para la primera fase: "bamboo rafting". La verdad es que todo suena muy turístico: hostales que organizan excursiones, guías que te recogen en la puerta... Pero el aburrimiento desaparece en la orilla del río, donde una sencillísima plataforma hecha con unos cuantos bambús espera meciéndose suavemente. Los tres subimos en la primera y arrancamos río abajo capitaneados por un tailandés cubierto de tatuajes que aúlla mientras cogemos velocidad; varios elefantes pacen en los prados, los monos se descuelgan por los árboles. Todo es sol, oxígeno, vegetación y agua, y nos tenemos que agarrar a la barca para no salir despedidos en cada catarata. Lukas cae hacia un lado y mete todo su cuerpo en el agua salvo los brazos; Martín tira de él con una enorme sonrisa en la cara. Tres barcas iguales nos siguen a varios metros con el resto de los mochileros y se desencadena una competición, donde los tailandeses blanden sus lanzas de bambú para voltear a los rivales. Después de un tramo especialmente rápido, aparcamos las naves en una playita y los capitanes nos muestran un peñasco de cinco metros desde donde nos lanzamos al agua bajo los árboles y un sol implacable.


Cuando volvemos al coche, una hora después, estamos nuevos.

Llegamos a un pueblecito de quince o veinte casas para tomar un cuenco de arroz con verduras. Los lugareños cortan bambú y las gallinas picotean libres en los caminos. Los mochileros compartimos planes y experiencias: hay una pareja inglesa, otra eslovena, otra polaca, nosotros tres y un enorme mastodonte de cientocincuenta kilos llamado Liubomir, también polaco. Todos lo habíamos comentado en voz baja: "¿Has visto a ese tío?". El esloveno le saca información: Liubomir, Liubo para los amigos, compite desde hace años para ser el hombre más fuerte del mundo; es capaz de levantar quinientos kilos y aguantarlos durante veinte segundos, y también puede arrastrar un avión durante varios metros. Su cuello es el de un toro y sus piernas parecen los pilares de un palacio. Tiene la cabeza afeitada y habla inglés mal y a borbotones, como Tarzán. Parece pertenecer a una vieja estirpe de guerreros eslavos, preparados para vencer ejércitos enteros con la ayuda de un escudo y un enorme hacha. Probablemente nació en el momento equivocado; su lugar estaba en los campos de batalla de la Edad de Bronce.
Ya es hora de ajustar las mochilas y partir hacia el corazón de la jungla; atravesamos extensos arrozales, cruzamos un río y emprendemos la marcha por senderos de barro naranja, sorteando matorrales y descansando de vez en cuando junto a estanques naturales de agua transparente.

El premio llega cerca del atardecer: tras mucho caminar y patinar un par de veces, encontramos un pequeño valle con un lago y una enorme catarata; al lado hay un par de cabañas de madera. Se oyen gritos de júbilo y mochilas cayendo, Liubo alza los brazos con aire triunfal. El agua cae con tanta fuerza que resulta difícil resisitir la presión, pero la temperatura es perfecta. Los guías ponen a hervir agua para el arroz mientras venden tabaco local envuelto en hojas de periódico. Enseguida llega la noche y no queda nada salvo la luna y algunas velas. Camiseta limpia, chanclas, y a cenar. De postre, una ronda de cachimba y unas cuantas historias internacionales. Liubomir es amigable y hablador; asegura que es muy famoso en Polonia. Pai, el guía, revela algunas anécdotas sobre los bandidos que se agazapan en los pasos fronterizos que conectan con Myanmar. Poco después nos acomodamos en una cabaña espartana con unas cuantas mantas y mosquiteras. La oscuridad es absoluta; sólo se oye el ruido de la catarata. Dormimos unas diez horas.



Cuando nos levantamos nos espera café negro, tostadas ilimitadas, mermelada de fresa y cuencos con sandía y piña recien cortada. Hay que acumular fuerzas para volver a cruzar la montaña y completar la última parte: subir en elefante. Sobre ellos hacemos una ruta de montaña tan peliaguda como la anterior, llena de cuestas y charcos; pero no hay problema: ellos avanzan silenciosos con paso muy firme, clavando sus enormes patas en la naturaleza. Son todo confianza.

jueves, 1 de octubre de 2009

Capítulo II: Sabiduría de mochila

El Sudeste Asiático está cubierto por varias corrientes de mochileros que fluctúan constantemente cruzando fronteras y atravesando países de muchas maneras. Todos ellos acumulan valiosas experiencias que luego transmiten a otros viajeros por orden jerárquico: cuando el veterano abandona la región, sus sucesores pasan la información a los novatos, que moviéndose irán escalando posiciones hasta ser veteranos y volver a casa llenos de anécdotas. He aquí algunos consejos:


1. Normalmente, Bangkok cansa el mismo día que lo pisas: es una ciudad extensa con tanto turista que quienes viven del "tuk tuk" o poseen tiendas de souvenirs han desarrollado una compleja trama de estrategias para captar extranjeros. Es incómodo tener que estar alerta todo el rato para que no te timen. Lo mejor es irse fuera lo antes posible y luego volver más endurecido.


2. Los caza-turistas se distribuyen en las cercanías de templos y monumentos, disfrazados de simples ciudadanos que vienen de hacer algún recado con un periódico bajo el brazo, un sobre o una bolsita con cosas. Localizan la presa, se acercan, le preguntan de dónde es y luego le informan de que el templo está cerrado por alguna fiesta religiosa o bien le dicen que no pueden pasar con pantalones cortos (esto es verdad en algunos sitios). Muchos han confiado en la aparente hospitalidad y han terminado en alguna tienda de ropa o restaurante. La contraestrategia es ignorarles o, si se tienen dudas, decir que vienes de algún país poco conocido como Nicaragua o Bielorrusia: así no podrán hablar del Real Madrid, el tango argentino o París, y se verán forzados a ir al grano.


3. Las agencias de viajes operan conchabadas con los hostales. Es su forma de comer, por supuesto, pero es que los precios bailan sin piedad: hay quien paga 500 bahts para ir al Templo de los Tigres (a 3 horas de Bangkok) en el mismo minibus que otro que ha pagado más del doble. Solución: si se quiere visitar algún sitio concreto lo mejor es preguntar a los hostales que no tienen ofertas turísticas y, por supuesto, a otros mochileros con pinta de experimentados.


4. Otro terreno mucho más excepcional y tambien más peligroso es la corrupción policial. Por los hostales circulan historias sobre policías que utilizan un cacheo de rutina para deslizarte una bolsita de marihuana en el bolsillo y clavarte una inmensa multa. He conocido el caso (menos dramático) de un mochilero de 23 años que tiró por error un cartel publicitario de Lufthansa en el aeropuerto, apareció la policia, se lo llevaron a una habitación y le exigieron 400 euros por el incidente. El chaval y sus dos amigos se negaron hasta que los policías empezaron a regatear y a decir "OK, 200". Al final se supone que les llegará la multa a través de la embajada.


Lo mejor es no provocar jamás a la policía, evidentemente, pero, en caso de ser requerido, hay que dar un paso atras y depositar inmediatamente en el suelo todo lo que tengas en los bolsillos; así das a entender que no eres tonto y que sabes perfectamente qué llevas y qué no.


Chiang Mai, norte de Tailandia.