domingo, 10 de enero de 2010

Capítulo XXII: Cuentos Chinos


Sabía que China estaba bajo cero, pero no pude encontrar ni un solo abrigo asequible en Kuala Lumpur. Así que, cuando llegué al aeropuerto de Hangzhou con un pantalón vaquero y una sudadera de cremallera, en plena noche, dispuesto a dormir allí para volar a Pekín a las 7 de la mañana, temí por mi salud: sólo había un pasillo ancho expuesto al frío polar que llegaba de las puertas. De todas formas, el aeropuerto cerraría en media hora (lo averigüé de milagro; ni uno solo de los empleados de la terminal hablaba inglés, ¡ni siquiera en el mostrador de "tourist information"!). Al final, haciendo dibujos en mi libreta, pude pedir un taxi y un hotel (diez euros la noche, regateados).

El edificio estaba en mitad de una estepa nevada y no parecía tener calefacción. Pasé la corta noche envuelto entre la ropa de las dos camas, sin dormir, soltando vaho por una abertura.

China es presa fácil de metáforas ("gigante dormido", "empieza a mover sus músculos") y leyendas urbanas. Pese a que tenía conocimientos que oponer, no podía evitar esa imagen hermética y robotizada, la de "Tienen sus propios bancos" o "Nadie saben dónde entierran los cadáveres". Aquella de "Cerraron el restaurante porque descubrieron que daba carne de rata", o mi favorita: "Encontraron a la chica en la trastienda, maniatada, desnuda y con marcas de rotulador rodeando sus órganos; al lado, dos chinos con mascarillas a punto de empezar". Centenares de millones de personas que "si saltasen a la vez desviarían a la Tierra de su órbita". Luego los artículos de cifras abrumadoras, el pequeño valiente de Tien An Men, las jornadas de ochenta horas semanales con catre en la fábrica, el control de natalidad...

¿Cómo relacionar Mao Zedong-capitalismo-superpoblación-vendedores de cerveza nocturnos?



Ni siquiera quienes se dedican a analizar China lo tienen claro. Me refiero a los corresponsales extranjeros, divididos en dos bandos: pesimistas y optimistas.

Los pesimistas dicen que hay dos Chinas: una urbana, acristalada y llena de fuerza, la China de los negocios y los Juegos Olímpicos, y luego la rural y mayoritaria, lastrada por siglos de atraso, sin infraestructuras ni esperanza, lleno de familias miserables a las que el Partido barre sin piedad cuando le apetece trazar una nueva autopista. Para los pesimistas, China es una dictadura policial sin paliativos, tan viciosa, brutal y corrupta como todas sus parientes, una corporación mafiosa que compró 20 años más de vida matando a 20.000 personas en 1989.



Enfrente tienen a los optimistas, los que hablan del "mayor milagro económico de la historia reciente" y señalan con admiración los edificios altos, los servicios y el alto nivel de empleo. También lamentan la falta de libertades, pero destacan que cada chino puede trabajar, tener un apartamento y vivir sin aprietos. Según ellos, el Partido es una institución eficiente y respetada con un único objetivo: traer la mayor prosperidad económica posible para catapultar el país a primera línea (y luego, tal vez, experimentar la democracia). Al contrario que sus adversarios, los optimistas aseguran que las centrales eléctricas, internet (censurado) y los aeropuertos han llegado a toda China.

Dado el tamaño del país y sus cambios, los dos bandos tienen elementos ilimitados para alimentar sus posturas.



Aún así había puntos en común: todos describían a China como un ejército disciplinado gracias a Confucio y la vigilancia policial. Ahí residía su eficacia, en la verticalidad. Un objetivo, una dirección, un método. Todos en fila recibiendo instrucciones. Incluso decían que los chinos no sabían improvisar. Ejemplo: si llegas a un hotel y la habitación que reservaste, digamos la 205, no está disponible, el recepcionista lo lamentará de verdad y se inclinará servicial, pero no habrá nada que hacer. Cuando estés yéndote afligido a buscar otro hotel, girarás sobre tus talones y dirás: "Un momento... ¿Tienen otra habitación?"; "Sí", dirá el recepcionista. "¿En qué planta desea?".


Pequeños impactos:


Primero (aunque suene frívolo): el frío salvaje. Visitando la Gran Muralla estuve al borde de ser asesinado por el viento, porque aquello no era viento, sino un cuchillo helado intentando degollarme. Saqué los guantes un minuto para tomar una foto y tardé dos horas en recuperar la sensibilidad en las manos. Los pobres vendedores de souvenirs circulaban enjaulados en gruesos abrigos del ejército que llegaban hasta los tobillos, varios guantes y gorros de mutón a la soviética. Lo poco que se les veía de la cara era un bulto rojo y agrietado.

Segundo: jamás he visto en Europa un panorama tan capitalista. No existían los horizontes sin skyline, las tiendas y los restaurantes eran tres veces la escala "normal" y cada parada de metro parecía un aeropuerto. Todo era moderno e impecable (menos el aire), grandioso. En la calle principal estaba la pantalla más grande del mundo y un árbol de navidad como una torre. Bolsas de la compra, última tecnología... (No ponía nada de esto en el Libro Rojo).

Y tercero: esperaba que fuesen distantes y orgullosos como los vietnamitas del norte, pero no (sólo se parecían en lo de escupir constantemente); eran completamente ingenuos y solícitos (cuando preguntabas por una boca de metro no te lo indicaban, ¡dejaban la tienda y te acompañaban diez minutos hasta las escaleras mecánicas!). A muchos les gustaba sacarse fotos con extranjeros, al estilo indonesio. También te saludaban por la calle con nerviosismo como si fueses un actor de cine.



Uno llega creyéndose un avezado regateador condecorado en todos los bazares del Sudeste Asiático, con barba de varios días y krama enrollado al cuello, listo para sacar lo mejor por lo mínimo, y descubre que no todos los chinos trabajan en cadenas de montaje, que también los hay que tienen habilidades sociales y la astucia de un gato hambriento. El mito robótico fue perdiendo pie, pero antes tuvo que pasar algo...

Paseaba por Pekín sin cámara, completamente ajeno a encuadres y sonido, libre. El segundo día fui a la Ciudad Perdida, pero la encontré a punto de cerrar; cuando ya me iba, dos chinas de mi edad me preguntaron de dónde era con buen inglés; ellas también se habían quedado sin entrar. Querían que paseásemos juntos para que les contase cosas de España. ¡Claro! No tenía nada que hacer. Eran estudiantes y venían de una ciudad del sur a Pekín por primera vez. Vacaciones. Estaban alojadas en un hotel con una tercera amiga que se había quedado remoloneando. Cuando ya no podíamos soportar aquel frío atroz, una propuso tomar un té, así que nos metimos en una pequeña tetería donde cabían seis personas. Se estaba calentito y había música tradicional.



Estábamos los tres solos con la encargada, sentados alrededor de una mesa con forma de dragón enroscado. La mujer preparaba cuidadosamente el té, derramaba un poquito sobre la mesa y nos lo servía en vasos de porcelana del tamaño de un chupito. Mientras, nos contaba la historia del té. Las chinas me traducían: "Este té lo mandó traer el emperador noséquién para enamorar a la hija de su general. Viene de las montañas de nosédónde, que según la tradición...", y la encargada sacaba otro té diferente. Después de beber teníamos que taparnos un ojo con el vaso y luego frotarlo por la frente para obtener suerte. Había puesto para acompañar un plato con galletas destrozadas y panchitos rancios. ¿No era un poco raro combinar un delicado té milenario con aquella basura reseca?

Mis nuevas amigas hablaban y hablaban, preguntándome de todo con expresiones risueñas. Una de ellas, la dominante, tenía un problema en los ojos; no los podía fijar en un punto concreto, de modo que sus pupilas se agitaban como insectos atrapados bajo las gafas.

Y seguían los tés, cada uno con una historia diferente, llena de amor, profecías y tragedias inevitables. Qué suerte, pensé. No pude ver la Ciudad Prohibida pero por lo menos estoy pasando una tarde con sabor local. El té estaba rico, pero al séptimo tipo (tomábamos dos chupitos de cada uno) dije basta y propuse pedir la cuenta. La encargada depositó el recibo sobre la mesa: al cambio, 120 euros. "¿¡120 euros¡?", dije alarmado, y las chinas me miraron incrédulas, como diciendo "Pues... sí, claro, ¿qué esperabas?". Pedí la carta, eché las cuentas y me concentré: no había duda, eran 120 euros al cambio. 40 por barba. No es una fortuna, pero ¿había tirado dos días de presupuesto en Asia por beber agua manchada? ¿Nos habían cobrado (y caros) los malditos panchitos? Joder joder joder.

No tenía dinero suficiente, así que las chinas pusieron mi parte y me acompañaron a un cajero. ¡Tuve que sacar pasta! ¡Yo! ¡El regateador de hierro! ¡Mientras ellas esperaban! Fue humillante. Algo se apagó dentro de mí; no quería revelar que me sentía estafado, pero ahora me costaba ser simpático. Les dije que iría a buscar algún lugar con libros en inglés y me llevaron directamente a una librería de tres plantas de la calle Wangfujing. Se despidieron encantadoras.

Estuve el resto de la tarde dándole vueltas: ¿Cómo podía ser que anoche pagase dos euros y pico por un cóctel gigante en una discoteca de lujo y ahora me cobrasen diez veces más por unos sorbos de té? ¿Cómo es que dos sencillas estudiantes chinas pagan 40 euros cada una por tomar un simple té? ¿Por qué conocían aquella librería si nunca habían estado en Pekín? ¿Y por qué valían tanto los panchitos?

Después se lo conté todo a mi amigo, que estaba acostumbrado a la infinita cortesía de los chinos (era uno de los optimistas), y me dijo: "Bueno, puede que hayas probado el mejor té del mundo". "Sí, a lo mejor", respondí. Me quedé con esta idea para consolarme. ¡A mí no me podían timar!



Pasaron dos días y volví a la Ciudad Prohibida, esta vez con tiempo y alerta respecto a los precios. Accedí a fotografiarme con un grupo de chinos, y cuando iba a la cola de los tickets me abordaron otras dos chinas de mi edad, con el mismo texto: venimos de tal ciudad a pasar unos días y queremos practicar inglés. "Ajá", pensé. "¿Practicar inglés, dices? Y conocer mi cultura, ¿no? Venga, vamos a dar un paseo...". Pronto iba a salir de dudas.

Estas eran más guapas y vacilonas. Provenían de una ciudad famosa por su hermoso lago y su vieja universidad, donde ellas estudiaban. También estaban de vacaciones. Al rato, una dio el paso: "Hey, ¿os apetece tomar un té?". "¡Bueno!". Fuimos a la misma calle que la otra vez, pero a una tetería diferente.

Pedí la carta (no la tenían a mano) y vi los precios: carísimo. Ellas eligieron su té; yo opté por un café presuntamente colombiano (tres euros y medio). Pusieron un plato de mandarinas pequeñas. Las chinas no pararon de ofrecerme su té: "¡Venga, pruébalo!", y ponían cara de tristeza. "¿Por qué no te tomas un vasito? Es el té tradicional de nuestra región, ¡la hospitalidad china se basa en compartir el té!". La teoría conspirativa ganaba peso. Luego caí en la tentación de agarrar una mandarina.

Eran buenas conversadoras: me preguntaron por Almodóvar y por Javier Bardem, y si me había gustado "Vicky Cristina Barcelona". Seguro que no era el primer español que caía en sus manos.



Llegó la cuenta: 80 euros. Y luego vendréis a recoger vuestra parte del botín, ¿no? ¡Ja! ¡Pues yo sólo tomé mi café! (asqueroso, por cierto). "Pero has comido mandarinas...", me dijo la más guapa con un toque de decepción. Me miraron unos segundos en silencio. Presión emocional. Al final aporté diez euros al cambio, ni uno más. Aún así quedé contento: había descubierto un pequeño tinglado montado con suma finura. Yo llevaba tres meses de mentalidad ratonil, pero ¿y un turista que viene una semana a China? Seguro que piensa: "Bueno, ya que estamos..." y ¡plas, ochenta, cien euros! ¿Y qué iba a hacer luego? ¿Quejarse a la policía? Tampoco era una fortuna y el menú, aunque escondido, decía la verdad.

Vale, ningún turista se muere por ese dinero. No hablamos de una red mafiosa ni de conexiones internacionales, pero ahí está la gracia: todo era limpio y discreto, en poca cantidad, lo justo para que muchos se vayan alegres por una experiencia local que poder contar en su país. Mientras, dos estudiantes pasan la mañana y ganan para alimentarse un mes. Lo bonito es cómo van hilando su coartada: la amiga en el hotel, la ciudad del hermoso lago, los cursos de inglés... Y el ritual de frotarse por la cara el vasito de porcelana, el emperador enamorado y todo.

No está mal para no saber improvisar.