lunes, 14 de diciembre de 2009

Capítulo XVIII: Piratas malayos

     (Sí, las Torres Petronas).


Tenía que llegar, la despedida. Siempre intento evitarlas (como dicen que hacen los franceses): mejor una palmadita en la espalda y un "nos vemos" que andar alargando y alargando hasta que todo se hace pomposo y alguien empieza a llorar. En realidad el viaje sigue en Beijing, desde donde no podré publicar porque la tiranía china no permite los dominios "blogspot", no vaya a ser que a sus súbditos les dé por expresarse o contrastar ideas. Allí completaré tres meses en Asia.

Me apetece continuar, pero la cámara de vídeo (con sus baterías, sus cables, el cargador y el creciente número de cintas) pesa cada día más y tampoco es cuestión de apretar las finanzas, que me tienen que dar para nuevos proyectos. Si me quedase por aquí, buscaría un lugar tranquilo (¿Sumatra? ¿sur de Laos?) donde leer y ver crecer la hierba durante dos o tres semanas para reponer las pilas y seguir caminando; le dedicaría su tiempo a Indonesia, recorrería Malasia, a lo mejor Myanmar, y daría el salto a las Filipinas. También volvería por Bangkok o Saigón para cultivar las amistades locales y quizás aprender otro idioma, Muay Thay, cocina o algo así. Cuanto más alargas la estancia, menos gastas por día (si vives con una familia local o te alquilas una habitación y comes como ellos, puedes tirar con siete euros diarios sin pasar ninguna necesidad).

Reflexión 1, para el extranjero:

Es verdad que las zonas más importantes se han vuelto muy turísticas, pero eso no impide que puedas empaparte a placer de la cultura local; siempre se puede coger una hora la moto y llegar a lugares donde puede que nunca hayan visto un occidental. Todo el mundo destaca la infinita variedad de opciones: si buscas perderte durante días por templos milenarios, practicar deportes de riesgo, descubrir tribus en montañas escarpadas, matarte a fiestas salvajes de veinticuatro horas, consumir drogas, recluirte en un monasterio, conocer gente o simplemente hacerte un viaje organizado, el sudeste asiático es el sitio.



Reflexión 2. Percepción de la realidad:

La vida cotidiana en estos países es más o menos esta (grosso modo, claro): levantarse a las seis y acostarse a las diez u once; tener muchos hijos; hablar mucho con amigos y vecinos de toda la vida y entregarse al sueño inevitable entre la una y las tres de la tarde; trabajar unas sesenta horas semanales para ganar sesenta euros al mes con los que pagar quince euros por la vivienda, la electricidad y el agua, veinte céntimos diarios para el kilo de arroz con el que se alimenta una familia, gastos colaterales y cuestiones de educación y salud, que son lo que más esfuerzo requiere (la prostitución es una lacra general, y aunque la alfabetización ya es casi completa, muchos niños tienen que trabajar; todo apunta a que las mujeres como los auténticos motores de la economía).

(Estibadores en Sunda Kelapa, puerto de Yakarta).
Son pobres aunque no paupérrimos (en general; está la mendicidad de Camboya, la dura vida en el campo, los arrabales de las grandes ciudades...), pero por alguna razón (¿budismo + buen tiempo + arroz?) la escasez no genera violencia. Me reitero: He pasado días enteros metido en trenes y autobuses asfixiantes donde nadie hablaba inglés y yo era el único blanco, he dormido en parques, en los hoteluchos más baratos (jamás pagué más de cuatro o cinco euros salvo dos excepciones) y me he perdido por lugares remotos, pero repito que no me he sentido amenazado por nada ni nadie en ningún momento (conocí a una chica a la que le hurtaron el bolso en un bar, y a un par de ingleses que fueron agredidos por malayos borrachos en una discoteca; es todo). No sólo no hay hostilidad sino que a los locales (salvo algunos norvietnamitas) les encanta intercambiar pareceres con los extranjeros (las tascas a pie de calle son el lugar perfecto).
Reflexión 3. El azar ("la música del azar", como la novela de Paul Auster).

Normalmente cada uno tiene una rutina que respetar, y cuando queremos montar un plan hay que seleccionar momentos muy concretos que se escapen de esa rutina. Esto crea una vida previsible, blindada: mismo horario, mismos escenarios, misma gente... A veces conoces personas nuevas, pero hay que abonar el terreno lentamente para incluirlas en tu vida.

La dinámica de viajar rompe con eso: puedes entablar conversación en lugares tan insospechados como un puesto de noodles, un paso de zebra, un tren o un locutorio. En Madrid no se te ocurriría dirigirte a alguien porque sí, tiene que haber un motivo concreto (pedir la hora, por ejemplo). Aquí da un poco igual, porque sabes que el otro mochilero también está a quince mil kilómetros de su casa para acumular anécdotas que contar a la vuelta, y eso modifica tu viaje a cada paso: que acabes bebiendo cerveza con un grupo de holandeses locos, leyendo en el hotel o ligando depende del autobús que cojas por la mañana (ayer mismo compartí habitación con un indio que se había pateado Uzbekistán, Kirguizistán, Tayikistán y el norte de Afganistán, donde había convivido con los ismailitas, un pueblo pacífico dirigido por un tipo muy carismático llamado Ata Khan, creo recordar).

(Rezo del viernes en la Mezquita Istiqlal, Yakarta).

Una vuelta de tuerca más: cuando pasas con alguien una semana espectacular en Vietnam o Camboya y sabes que posiblemente no vas a volverle a ver en tu vida, la amistad avanza todos los pasos de golpe (hay personas de las que sé hasta las infidelidades de sus padres). Es como en las películas bélicas, cuando hay dos soldados cubiertos de barro en una trinchera hablando de sus traumas y sueños personales (entonces uno saca una foto de su novia Sally con la que va a comprar una rancho en Connecticut, y justo después lo matan).

Por eso muchos dicen que su viaje es la gente que conocen, o que viajar solo es la mejor forma de no estar solo.

(Esto ya se parece a una despedida sentimental).
Es como un adiós, pero no: mantendré el blog abierto por si en enero me apetece seguir publicando cosas sobre mi viaje sin un asiático fumando o viendo porno en el ordenador de al lado. Sabed que la aventura volverá como una serie de documentales. Os bombardearé cuando llegue el momento.


Muchas gracias por leerme y en 2010 no dejéis de venir al lugar donde se escondían los piratas.


Kuala Lumpur, Malasia.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Capítulo XVII: Muerte en Bali


Una vez vi la foto de una especie de toro-dragón de cartón transportado por decenas de asiáticos en un lugar desconocido. Debajo creo que ponía algo de un funeral y de Indonesia. Era una foto colorida y llena de movimiento, dinámica. Muchos meses después, camino por Ubud junto a un ciudadano local que me promete un hotel barato, céntrico y confortable (no mentía). Además me dice que mañana hay un funeral, y al doblar una esquina veo un muñeco estilo las Fallas montado sobre una base de bambú. Parece le mezcla de un toro y un dragón. "Tomorrow, tomorrow".

Efectivamente: es por la mañana, brilla el sol y cientos de balineses visten un sarong sobre las piernas y una cinta en la cabeza; se preparan para despedir al anciano de la foto que pende del muñeco. Pese a tratarse de la muerte, todo Ubud participa de inmensos preparativos alzando la voz y riéndose por las calles; las mujeres reparten sarongs (obligatorios para ver la ceremonia) y los niños se sientan a esperar. Hay también una pagoda falsa de unos cuatro metros, lista para ser transportada tras el toro-dragón.

Los jóvenes agarran los muñecos por su base de bambú y una enorme orquesta toca todo tipo de tambores, bailando y girando sobre sí misma y alrededor de los títeres. Las familias se asoman a las ventanas; los niños y los turistas observan boquiabiertos. Varios hombres con mangueras riegan sin piedad a la multitud eufórica que avanza por las calles hacia el cementerio, situado en una pequeña colina.

Allí llegamos, los muñecos se dejan entre varias tumbas y tres hombres maduros con visible autoridad sierran el lomo del toro-dragón y meten el cadáver en el interior; luego lo cubren de complicadas ofrendas hechas con flores, galletas, dinero y arroz, lo rocían todo con agua (bendita, imagino), luego con gasolina, toman medidas de precaución y le plantan fuego. El cuerpo del anciano arde ante la muchedumbre que se pasea de un lado a otro con curiosidad. Hay agua gratis para los asistentes. El conjunto se parece más a los carnavales de Cádiz que a un funeral cristiano.


Se supone que la cremación libera el alma de su envase muerto posibilitando la reencarnación (probablemente en otro miembro de la misma familia); es la forma de celebrar el ciclo de la vida. Sin duda era un hombre importante, de una casta prominente (cuando muere algún miembro de la familia real balinesa se queman muñecos gigantescos).

¿Y por qué pasa esto en Bali y no en Java o Sumatra? Porque Bali es el lugar donde hace medio milenio se refugiaron los restos del imperio Majapahit, víctima de querellas internas y arrinconado por la expansión islámica. Es el enclave hindú de Indonesia (readaptado, sincrético, particular), "la isla de los dioses", un sitio repleto de tradiciones, templos, arte... Y cada vez más turistas. Ubud se mantiene más o menos, y el norte de la isla sigue tranquilo, pero desde el sur llegan riadas de australianos e ingleses sedientos de olas y cerveza barata. Kuta, por ejemplo, ha sido conquistada por las tiendas de surf, los tatuajes y las agencias de viajes. No puedes dar un paso sin que te ofrezcan de todo y, por la noche, los gritos alcoholizadas reverberan por la ciudad, comercial, apretada, colonizada.

Pero no pasa nada: Indonesia consta de diecisiete mil islas donde viven doscientos cincuenta y cinco millones de personas que practican varias religiones y hablan unas seiscientas lenguas. ¿Alguien da más?

lunes, 7 de diciembre de 2009

Capítulo XVI: Caminando por la Luna


Bromo, Java Oriental. Tres de la Mañana. Varios golpes en la puerta terminan con un sueño profundo, el primero en dos meses sin el zumbido de un ventilador. Salgo al aire libre con los únicos pantalones largos que me quedan y la única sudadera, y llevo el krama enrollado al cuello como una bufanda para amortiguar el frío. Coronar el volcán exige atravesar un desierto de ceniza durante una hora, el tiempo justo para ver amanecer sobre el cráter.

Bajo la montaña por un sendero escarpado, sólo iluminado por el resplandor azul de la Luna. Todo a mi alrededor es silencio, oscuridad y siluetas de árboles inmóviles. De vez en cuando pasa algún Jeep cargado de turistas hacia el mirador de un montaña lejana; les han dicho que desde allí está mucho mejor. No lo sé, pero caminar por un desierto en noche cerrada tiene su punto.

Descenso concluido, encuentro una enorme extensión de dunas azules sin ninguna indicación. Son las cuatro de la mañana, y el volcán está tranquilo en el horizonte, humeando como un fumador pensativo; la luna casi llena sigue brillando en el cielo, encima de una montaña cortada por la mitad. Dunas y más dunas grises, y de vez en cuando maleza y ráfagas de viento que levantan torbellinos de ceniza. Cierro un poco los ojos y me alzo el krama por encima de la nariz hasta parecer el bandido de una peli de vaqueros. Me siento como un astronauta saltando entre socavones y marcas de meteorito. Me alegra estar completamente solo.

Veo que una parte del cielo ya está empezando a clarear, así que me doy prisa. Cinco menos cuarto. De pronto me encuentro un caballo solitario atado a una columna de piedra. ¿Cómo puede estar solo aquí, a estas horas? Me fijo bien y tiene a sus pies una especie de mochila. La mochila dice "¿Guide?"; me acerco y veo que de la pelota de ropa sobresale una nariz. "Tidak, terima kasih". Cinco de la mañana, unos cinco grados. Gente dura.

Alcanzo la falda del volcán, fatigado de arrastrar tanta ceniza con los pies. La mitad del cielo está bastante más clara que la otra mitad, y comienzo a subir la larguísima escalinata de piedra que conduce al objetivo. Noto por primera vez el olor a huevo podrido que desprenden los volcanes activos; el azufre, imagino. La columna de humo, la soledad, la piedra, el amanecer... Todo tiene un aire mitológico, como si de repente fuese a encontrar un coloso encadenado para la eternidad en el interior del volcán.

(En la foto: Las escaleras vistas desde el borde del cráter; el que sube es un vendedor que no paraba de toser).


Por fin llego al borde del cráter y tengo el placer de contemplar la fuente del humo, el primer volcán activo que veo en mi vida. Es enorme, amplísimo y rugoso; sabes que tiene potencial, que un siglo de estos puede pegar un petardazo como su primo el Krakatoa y matar a miles de personas con lava, Tsunamis y terremotos. Es sereno pero peligroso; tiene carisma de volcán.

Sólo hay cuatro personas, todas protegiéndose la cara del polvo y el hedor, pero contentas, fotografiando y señalando con el dedo los puntos que empieza a destacar el sol. Me voy a dar la vuelta al cráter antes de que comience a llegar la gente. El sendero es estrecho y muy irregular, a veces picudo, adecuado para enviarte directamente a la muerte tanto de un lado como de otro. Durante el paseo diviso otro enorme cráter circular relleno de ceniza que parece húmeda, pastosa; todas sus paredes están secas salvo una, cubierta de arbustos verdes. El sol resalta los contrastes; la vista es impresionante.

Cuando vuelvo al punto de la escalinata, ya hay un par de docenas de turistas con cámaras y gafas de sol. Los Jeeps llegan poco a poco al pie del volcán, junto a un ejército de guías, caballos y vendedores ambulantes. Siete de la mañana; a desayunar.


sábado, 5 de diciembre de 2009

Capítulo XV: El mejor tren de Java


El Aeropuerto Internacional de Yakarta te recibe con poco tacto: "Drogas... ¡Pena de muerte!", dicen los carteles, y luego la ciudad tampoco hace ningún esfuerzo por agradar; sólo parece ofrecer tráfico, desorden y polución. Por eso sigo los consejos, la dejo para el final del viaje (como se suele hacer con Bangkok) y me voy directo a Yogyakarta, la capital cultural de Java. Paso logístico: tren, economic class; cruzar media isla en doce horas por un euro y medio, diez veces menos que la clase executive.


El vagón recuerda demasiado al infierno de Hanoi-Sapa (ver capítulo VII), pero parto con ventajas: voy mentalizado, viajaré de día, tengo un buen libro y los asientos están un poco mullidos... Y desventajas: no hay aire acondicionado, ni ventilador, ni baño; voy solo (el único no oriental) y con todo mi equipaje, y el número de personas duplica el de asientos. Acomodo el macuto y me siento a leer; a mi derecha, un hombre de unos setenta años con ojos vidriosos y gorro tradicional. A la izquierda, un tipo que no deja de hablarme en indonesio pese a mi evidente ignorancia; delante, una pareja de veinteañeros y un señor de cuarenta y tantos (si no me equivoco; adivinar la edad en estos países resulta sumamente difícil; los occidentales solemos echarles siempre cinco o diez años menos, y ellos a nosotros cinco o diez más). El ambiente es muy amistoso, y no paran de pasar vendedores ambulantes con cestas y cajas diversísimas: ofrecen libros infantiles para colorear, gorros musulmanes, frutos secos, bebidas, sopas, cartones con arroz y carne, paraguas, plátanos, abanicos... Incluso hay quien se pasea con un generador eléctrico portátil por si alguien quiere cargar el móvil (pueden carecer de cama para dormir o no tener casi ropa, pero el móvil y la televisión nunca faltan).


Desde mi asiento, observo a un militar corpulento con gafas de sol y boina azul de Naciones Unidas. Está de pie, como la mitad de los pasajeros. Poco después me aborda con un inglés fluido. Es sargento, integra la misión de la ONU en Líbano y está orgullosísimo de ello. Habla con ademanes sueltos y enérgicos; me informa sobre su programa de entrenamiento diario golpeándose el pecho, diciendo "Powerful, powerful". Es la primera vez que vuelve a casa en un año para ver a su mujer y a su hijo. Conoce a varios españoles e incluso domina un poco la lengua; lleva siempre un cuaderno lleno de volcabulario y frases pasadas de moda ("Hola señor, ¿cómo está usted?") que practica de vez en cuando. Charlamos una buena media hora, y me termina enseñando la cicatriz que tiene bajo la rodilla derecha (el enemigo intenta dar en los genitales para bajar la moral de los cascos azules). En el móvil tiene fotos de la operación, del hospital militar y de sus compañeros de dos metros, y lleva una colección de parches e insignias que guarda con placer, entre ellas una de la Guardia Civil. Intercambiamos el facebook y me regala una camiseta color arena: "Mantenimiento de la Paz en Líbano".


Las doce horas dan para mucho. El veinteañero que habla algo de inglés me apunta frases útiles en indonesio, que resulta ser un idioma relativamente asequible gracias al alfabeto latino y al principio fonémico (se escribe como se pronuncia, como el español). Pido una botella de agua ("aqua") a uno de los vendedores, y entonces dos chavales sentados al otro lado le extienden rápidamente las dos mil rupias que vale. No me dejan pagar. El calor es insoportable; parezco un trozo de mantequilla fundiéndose al sol; ellos lo ven, se ríen y me abanican de broma. En cada parada la gente sale a mear rápidamente en las vías del tren, pero yo me aguanto; demasiadas personas que empujar, esquivar y saltar, y además está mi macuto. Doce horas.


Junto al interminable río de vendedores ambulantes, aparece de vez en cuando algo muy común en Indonesia: los músicos callejeros; desde las chicas que cantan haciendo sonar una especie de maracas, hasta las bandas de ocho miembros con varios instrumentos, la música es constante en aceras, bares, parques, trenes y autobuses.


Llega la parada de una mujer con velo. Antes de irse, me regala un llavero con forma de fresa y me dice: "Welcome to Indonesia". En el último tramo, unos chavales me dan una caja de buñuelos que no me dejan rechazar. Salgo del tren agotado pero conmovido, con todos esos tópicos ("tienen poco pero lo comparten", "el calor de la gente") dándome vueltas en la cabeza. Pero me da igual que parezcan mitos, ya lo he comprobado muchas veces estos dos meses y un tercio: aquí todo es hospitalidad, atenciones, sonrisas, parsimonia, relax, filosofía, arroz, placer... Sólo hay que ver el aspecto de Buda (aunque los indonesios sean musulmanes): sonriente y blando, sin aristas ni músculos tensos; nada que ver con el palestino que chorrea sangre clavado en la cruz, ni con los velos o las restricciones de por vida.


Ya en el hostal, tardé cinco minutos en quitarme la camiseta, sudada, acartonada, llena de trazas marrones. Olía como un perro muerto, pero no importaba.


Ubud, Bali.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Capítulo XIV: Back in Bangkok


Tardé casi dos meses en completar el círculo siguiendo las agujas del reloj: Norte de Tailandia, Norte de Laos, Vietnam entero, Camboya y vuelta a la línea de salida. Estas semanas me han hecho subir algunos rangos en la jerarquía del mochilismo; digamos que Bangkok tiene dos tipos de viajeros: los que llegan al Sudeste Asiático y los que se van. No es difícil diferenciarlos: los primeros suelen usar zapatillas deportivas, riñonera o camisetas transpirables y tienen esa expresión ansiosa de quien espera una batalla. Yo ya puedo decir que pertenezco al segundo tipo, el de los que dan más información de la que reciben.


Luego hay una tercera clase integrada por aquellos que viajan durante un año o más. A estos se les reconoce porque adquieren poco a poco un aspecto oriental: comen una vez al día para ahorrar, adelgazan, casi no se cambian de ropa y se vuelven tranquilísimos. Los más condecorados incluso se dejan las uñas largas, algo muy común en la región.


Así que vuelvo a Bangkok sin rastro de inquietud, y salgo a recorrer la calle Khao San con otro español para terminar en un club de inspiración árabe llamado "Gazebo", donde un grupo de tailandeses manirrotos nos convida a sentarnos con ellos. Son muy simpáticos, hablan buen inglés y parecen no tener nada que hacer, así que quedamos con ellos para que nos enseñen la ciudad al día siguiente.


Siam Square tiene alma de Tigre Asiático, con sus gigantescos edificios comerciales iluminados a la última, el todopoderoso monorrail o Sky Train silbando por encima de las aceras, la marea de compradores compulsivos y tailandeses adinerados vestidos como Neo en cibercafés futuristas.


La tarde siguiente la dediqué a un pequeño gimnasio de Muay Thai conocido por su intensidad, situado entre dos edificios cercanos a la zona mochilera. Dió la casualidad de que allí entrenaba Chris Forster, sueco de origen africano y uno de los campeones del mundo en la disciplina. Pese a su estatura de tailandés, Forster lanzaba unas patadas violentísimas que tiraban por tierra al sparring, mucho más corpulento. Los demás dejaban de practicar para observar sus métodos y aprender, imitar sus giros en el aire, la precisión de sus golpes. Estaba preparándose para pelear en el cumpleaños del rey, el 4 de diciembre.


También tengo que destacar la idiotez del día (siempre hay una: pagar un precio exagerado, equivocarse de bus, perder una oportunidad...); fue la de ir al Oriental Hotel, donde supuestamente se alojaban escritores ilustres en otra época. Tenía curiosidad por catar un ambiente de ultrarriqueza, por visitar el país de la ropa carísima y la cirugía estética (ellos también son parte del panorama). Pese a que llegué en pantalones cortos, chanclas, barba de tres días y posiblemente oliendo a sudor, me recibieron como a un duque, me guiaron a través de un salón enorme y lujosísimo lleno de empleados serviciales y me indicaron una mesa junto al río. Pedí una Coca Cola, acepté un Herald Tribune y me puse a observar. Pues eso: gente podrida de dinero. Me fijé en un tipo disfrazado de Sonny Crocket (bronceado exagerado, pelazo engominado, camisa blanca abierta y gafas de sol) que no dejaba de intentar llamar la atención carraspeando con fuerza o eructando, y mirando a su alrededor a ver quién le dedicaba unos segundos. Era un repelente, el tipo de persona a quien nunca se le ha negado nada y por tanto incapaz de no ser el centro de los mimos. Cada cinco minutos venía una tailandés uniformado a preguntar "¿Todo bien, señor?". Era muy incómodo. Pagué los cuatro eurazos de la Coca Cola y me marché a mi hotel de tres euros por noche.


Estaba siendo una semana muy completa; incluso me empezó a gustar el caos de Bangkok. Esa noche salí yo solo con los tailandeses; empezamos otra vez por Khao San y luego fuimos a una siniestra discoteca ilegal perdida por la calle Silom. A las cinco de la mañana, banquete de comida picante.


Dos días después me reuní en Koh Phi Phi con los dos argentinos más incendiarios del Sudeste Asiático: Fabricio y Juan, preparados para dominar la isla varias noches seguidas. Fueron días de bromas hispanas y playas paradisíacas que sólo parecen posibles en fotografía (allí se rodó la película "La playa"). La mejor forma posible de despedir a mis amigos y a Tailandia.


Yakarta, Indonesia.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Capítulo XIII: Los dueños de Angkor


Cerca de Siem Reap hay un complejo político y religioso enorme, símbolo y corazón de un imperio que llegó a ocupar casi todo el territorio que hoy comprende Camboya, Tailandia, Vietnam y Laos. Hablamos de doscientos kilómetros cuadrados de templos y selva, de decenas de miles de grabados, mosaicos, columnas, estatuas, pasillos y muros venidos abajo por la naturaleza y el tiempo; de relatos emocionantes sobre guerras, rituales y elixires de la eterna juventud. Hay mucho que ver, demasiado. Hace falta una semana sólo para visitarlo todo a buen ritmo, y mucho más para poder apreciarlo de verdad (junto a un guía y un buen manual de Historia jemer).


La dinámica del mochilismo me arrojó un nuevo compañero de viaje, un auténtico barcelonés llamado Roger, arquitecto, cuatri-lingüe, hiper-simpático y loco por conocer mundo. Nos conocimos en Phnom Penh y juntos nos acercamos a la realidad camboyana en Battambang, donde también sorteamos los peligros de la noche. Un poco saturados de tanto centro-europeo, dábamos rienda suelta al castellano y a sus palabrotas largas y secas.


Es un lujo imitar a Indiana Jones recorriendo edificios milenarios cargados de simbolismo y luego comer fruta sentado frente a un santuario budista.


"Joder, ¿has visto eso?".


Andábamos en bicicleta de un lado a otro, buscando los sitios, sin prisas, parándonos a vacilar a los simios (se perseguían unos a otros junto a los caminos, saltaban por los árboles, se mordían su propio rabo, chillaban... Había docenas, algunos tan terriblemente gordos que ni se podían mover).



Presenciamos un atardecer poderosísimo desde lo alto de lo que parecía una pirámide maya, junto a otros miles de turistas que se movían como una masa de hormigas con cámaras, y vimos grandes escenas:


Una relajada familia de camboyanos hacía picnic frente al Templo de Angkor, cuando un macaco apareció, agarró la neverita por el asa y la tumbó con fuerza, derramando bebida y alimentos por el suelo de piedra. Todos se apartaron un poco, riéndose de la osadía del simio, y entonces el niño se acercó al animal para jugar y fue recibido por un grito y un zarpazo. La madre le cogió de un brazo y le dió una sacudida, por imprudente. El macaco lamía la leche vertida entre las grietas del suelo. Aquel era su territorio desde que monjes y reyes abandonaran el templo por la amenaza de Tailandia. En los últimos siglos, los árboles habían enterrado sus raíces en las edificaciones, separando bloques y ensombreciendo pasillos, mientras los monos se aburrían a placer entre las ruinas.


Ahora el hombre intenta recuperar territorio con caros proyectos de restauración y muchos miles de turistas fotografían el viejo esplendor, esquivándose unos a otros, mientras los niños venden souvenirs manejando hasta cinco idiomas.


"Es acojonante".


Yo aluciné con todo esto, pero creo que Roger estuvo a punto de sufrir un colapso de placer entre tantas y tan diferentes construcciones. Andaba de un lado a otro con la cara de quien ha descubierto un tesoro, y realmente así era. Luego, por la noche, visitábamos cada bar acabando con las jarras de cerveza por medio dólar. El mochilismo es lo que tiene.


Isla de Phi Phi, mar de Adamán.

martes, 17 de noviembre de 2009

Capítulo XII: Érase una vez el Apocalipsis


Cada provincia, ciudad y familia de Camboya arrastra un peso terrible que resulta difícil de afrontar incluso a través de un museo tres décadas después. Es algo tan horrible y traumático que no se enseña en los colegios y que no se menciona en el debate público; tan aberrante, tan implacable, que podría dejar el Holocausto en una simple anécdota.


El 17 de abril de 1975 los jemeres rojos tomaron el poder en un país arrasado por la dictadura, la guerra civil y los bombardeos norteamericanos. Bautizaron aquel día como Año Cero e inmediatamente comenzaron a trabajar en su objetivo: aniquilar la civilización.


Evacuaron las ciudades y encerraron a la población en campos de trabajo, sellaron las fronteras, confiscaron los bienes, separaron a las familias, abolieron el dinero, prohibieron la medicina, persiguieron la cultura y montaron una máquina de represión tan eficaz que acabó con una cuarta parte de los camboyanos en sólo tres años.


El objetivo oficial era "construir el socialismo en tiempo récord" a través de un programa acelerado de ruralización, adoctrinamiento y supresión completa de la libertad individual. Para ello había que dar un paso más que Stalin o Mao y empezar por igualar las mentes eliminando de raíz la sabiduría, que, como se sabe, genera pluralidad, ideas y seres humanos distintos. Primero dividieron a la gente en dos clases: campesinos analfabetos y el resto, aquellos sospechosos de haber estudiado o tenido contacto con extranjeros. Los dirigentes se paseaban entre los esclavos ofrenciendo cursos y posibilidades de formación; aquellos que mostraban interés acababan en una fosa común, de ahí que se acabase diciendo "estudiar" como sinónimo de "ser ejecutado".

Pero al final no había distinciones: labradores, profesores, abogados, obreros, estudiantes, hombres, mujeres, niños, personas mayores y miembros del propio partido acabaron muriendo por hambre, enfermedades o muerte violenta (entre un millón y medio y dos millones, nunca se sabrá).



Detrás de todo esto había un intelectual comunista educado en París llamado Saloth Sar, de modales refinados y serena conversación. Saloth Sar (conocido por su nombre de guerra Pol Pot, o Hermano Número Uno) intentó convertir su partido, el Angka, en el único pariente de cada camboyano; tal era su arrogancia, su narcisismo, su voluntad de poder.


Puede verse como una vuelta de tuerca más en la interpretación radical del marxismo: contemplar al ser humano como plastilina que moldear (cambia la propiedad en los factores de producción y cambiarás la sociedad y la historia). Como dijo Albert Camus: "Algunas revoluciones empiezan hablando de libertad y acaban organizando a la policía".


Dos lugares en Phnom Penh recuerdan el genocidio: la prisión de Tuol Sleng (o S-21)y los "campos de la muerte", a las afueras. Son dos sitios silenciosos y aterradores, sobretodo el primero, que muestra miles de fotografías de las víctimas maltratadas y en estado de inanición, con las máquinas de tortura bien conservadas, los camastros de hierro para los interrogatorios y muchísimos carteles explicativos con apuntes, cifras e historias concretas.


"Una vez, una chica se puso a tararear una conocida canción occidental mientras trabajaba en los arrozales; los guardias la detuvieron y la mataron en el acto. Luego colgaron el cadáver públicamente como advertencia".


El paisaje de Camboya tenía que ser impresionante: ciudades vacías, hambre, jornadas de quince horas en el campo, megáfonos gritando órdenes, guardias patrullando, tensión, miedo, dormitorios colectivos, y muerte. Las montañas de calaveras desenterradas y expuestas en los museos están ahí como toque de atención junto a los carteles de prohibido sonreír: cuidado, la barbarie está a un paso.


El final de la tiranía llegó gracias a otra de las obsesiones de Pol Pot: revitalizar el viejo imperio jemer representado por la antigua ciudad de Angkor (cuyos trabajos de restauración frenó por completo, destruyendo incluso la documentación al respecto). Esta ansiedad nacionalista pasaba por recuperar los antiguos territorios camboyanos, y es así como el ejército campesino, mal armado, mal mandado, mal entrenado y hambriento tuvo la osadía de atacar Vietnam y provocar una invasión que acabó con una segunda caída de Phnom Penh, esta vez en manos vietnamitas.


Pol Pot y los suyos se refugiaron en el campo hasta la muerte de éste (prisionero de su propia organización), en 1998. Tras muchos años de espera, los camboyanos pueden ver por fin a algunos de aquellos asesinos sentados en el banquillo del Tribunal Internacional formado hace dos años. Sin embargo, se dice que muchos participantes del genocidio ocupan altos puestos en la administración, puede que protegidos por su influencia, por la indiferencia internacional y por la vergüenza colectiva que impide a los camboyanos abordar el horror y saldar cuentas (algo similar a lo que pasa en España, dicho sea de paso).


Por eso dicen que muchos camboyanos se refugian ahora en el esplendor de su historia medieval para recuperar un poco de amor propio y compensar semejante mal trago. Y ese esplendor tiene un símbolo: los Templos de Angkor.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Capítulo XI: Las caras de Kampuchea


Y Camboya, por fin...


...Una inmensa llanura verde moteada de poblados campesinos, templos, minas y búfalos de agua. Su capital, Phnom Pehn (Colina de Penh), es amplia y muy cómoda de recorrer gracias a sus dos o tres avenidas de referencia y a las carreteras que la rodean con sentido práctico (clara herencia francesa, como dice mi amigo Roger). Los edificios son bajitos y polvorientos, y no faltan los puestos de caña de azúcar ni los mercados enérgicos.



Además, es el primer país que visito con unos rasgos raciales claramente diferentes (para mis ojos desentrenados) a los de sus vecinos: los jemeres son más altos, armoniosos y morenos, y tienen la cara y los ojos más redondeados. Muchos visten el vistoso "krama" (una especie de bufanda que utilizan como turbante contra el calor, como máscara para el frío, como falda o como simple adorno) y parecen tener un carácter ingenuo y agradable con clara inclinación a la charla. Sin embargo, Camboya tiene muchas caras.


Por todas partes hay niños, la mayoría jugando al borde de la carretera con toda su jerarquía de hermanos, descalzos y desgreñados, y es que la mitad de la población tiene menos de dieciocho años. ¿Las razones? Pol Pot y la pobreza. El primero organizó el exterminio casi completo de una generación (los que hoy tendrían entre cincuenta y sesenta años); la segunda es la misma lacra que afecta a dos tercios del mundo y motiva la creación de grandes proles para que ayuden a sus padres en el campo (el ochenta y cinco por ciento de los camboyanos vive en el campo). Muchos de estos niños trabajan como adultos "a sueldo" de sus padres, sea en bares, puestos de comida, arrozales, mendigando o vendiendo libros por las calles (diez horas al día, siete días a la semana, según uno de ellos).


Algunos bares y discotecas de Phnom Penh están ocupados por un ejército de chicas espectaculares que se acercan a seducir a los turistas (la mayoría supuestamente desprevenidos). Llegan, te preguntan por todo, te piropean y te invitan a ir a "otro sitio"; si las esquivas, te traen a una amiga; si vuelves a negarte, te traen a otra, y luego a un travesti, y así sucesivamente hasta que tienes que abandonar el bar (solo). Dicen que después no exigen dinero; simplemente te ofrecen drogas para potenciar la "diversión" y ahí está su negocio, en el tráfico. Queda añadir lo más importante: la posibilidad de dejar atrás la pobreza y la falta de oportunidades, o de pasar unos días viajando con un europeo y cenando en buenos sitios (muchas acaban teniendo hijos de occidentales desentendidos).


En medio de todo este tinglado están muchos conductores de tuk tuk, que ofrecen directamente drogas y servicios directos de prostitución y son los que reparten mercancías a las familias que utilizan a sus muchos hijos como vendendores.


Evidentemente, estas son sólo impresiones acumuladas en pocos días; la trama real debe ser mucho más grande, compleja y turbia.


Pero Camboya es alucinante. Como todo mochilero, me alojé en uno de las múltiples "guest house" (cuatro dólares por noche) que reposan junto al lago, casi todas con un bar, una mesa de billar, internet y una buena terraza cuyo horario depende de los clientes. En uno de esos lugares conocí a la estadounidense Pauline y al británico Dan, también recién llegados a la capital. Unas cuantas cervezas después, Dan cayó en brazos de una agresiva camboyana y al día siguiente nos fuimos los cuatro a visitar los "killing fields", posiblemente el segundo emblema del terror apocalíptico desencadenado por los jemeres rojos entre 1975 y 1979 (a lo que dedicaré una entrada, por supuesto).


La tarde de mi primer día completo fue espectacular: Sou-thia (la camboyana) nos invitó a cenar a casa de sus primos, al otro lado del río; así que nos abastecimos en un mercado local, echamos un cable en la cocina y cenamos en círculo con todo el enjambre de primos sonrientes, de entre uno y veintidos años, y la abuela (como digo, superar los cincuenta años en este país es prácticamente un milagro). Un buen comienzo en la Colina de Penh.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Capítulo X: "Good Bye, Vietnam"


No quería empezar con Camboya sin dar una buena despedida a Vietnam, fuera del napalm o la guerrilla campesina. Dediqué los últimos días a recorrer Saigón buscando lugares especiales para comer y terminando la jornada bebiendo cerveza de barril con un grupo de vietnamitas. Así pude descubrir que España se dice prácticamente igual que "vendo mi casa", algo así como "Tai-wa-ñaaa" (era imposible captar la diferencia entre las dos frases).


Hacía tanto tiempo que no veía una película que me metí en el "Instituto de Intercambio Cultural Con Francia", donde pude sufrir un buen ejemplo de cine galo, cerebral y durísimo. Trataba de dos hermanas que se reencuentran quince años después de que una de ellas asesinase a su propio hijo y pasase todo ese tiempo en la cárcel. Era un repertorio de tensión, lloros y portazos, sin apenas música. Para mi sorpresa, justo al terminar apareció el director, Phillippe Claudel, para explicar tanto dolor con voz melancólica. El título: "Hace mucho que te quiero".


También quería pasar un día entero al campo con esos campesinos de sombrero asiático que pasan su vida inclinados sobre paisajes extensos, verdes y húmedos. Por eso cogí un bus local atestado donde intentaron cobrarme diez veces el precio del ticket (¡veinte dólares!). Me levanté del asiento con indignación teatral y el tipo que me seguía lo redujo a la mitad, luego a la mitad y luego a la mitad de la mitad. Acabé pagando lo reglamentario para cada vietnamita.


Ya en el campo, en Ben Tri, un motorista me llevó a unos arrozales lejanos y completamente cubiertos de silencio, un silencio sólo roto por el viento. Allí me quité los zapatos, desenfundé la cámara y avancé entre las altas hierbas siguiendo las indicaciones de una campesina de las del sombrero. Pude tomar todo el vídeo y las fotos que quise.


Otro día se fue para el mercado chino, posiblemente uno de los más vistosos que me he encontrado hasta ahora. Luego recorrí varias pagodas con la compañía de un guía gratuito que se me acercó para practicar inglés. El chaval adoraba los idiomas: estudiaba filología china, seguía cursos de inglés, francés y ruso, y nunca se separaba de una carpeta llena de reglas gramaticales y metros de vocabulario en muchísimas lenguas.


Lo último de Saigón fueron unos noodles callejeros con cerveza fría, antes de partir para Phnom Penh(por cierto que en el sur vietnamita también se escupe y se eructa a discreción, pero se suelen oír expresiones como "Hello", "Please" o "Thank you").




Puedo resumir estas dos semanas con la frase de una camiseta: "Me gusta Vietnam, no la guerra de Vietnam".

lunes, 2 de noviembre de 2009

Capítulo IX: El horror


"Saigón...".


Cosas del azar, mi habitación tiene un ventilador en el techo que recuerda a las aspas de un helicóptero, un espejo de cuerpo entero y una mesilla que ya he cubierto de papeles y libros. Sólo faltan la misión y una botella de whisky medio vacía.

En Saigón (Ciudad Ho Chi Minh según la burocracia) terminó mi semana de exploración por los principales escenarios de la "guerra americana", como dicen los vietnamitas. Me instalé en Hué y desde allí recorrí la provincia de Quang Tri buscando la Ruta de Ho Chi Minh y los viejos enclaves norteamericanos hechos pedazos por los cañones del general Giap. Quang Tri fue la región más castigada por estar entre los dos Vietnam; es allí donde el secretario McNamara ordenó sembrar miles de minas que todavía hoy matan a varias personas al año, la mayoría niños que descubren los artefactos y los utilizan como juguetes.


Por suerte para los interesados, la zona no es muy visitada. Vietnamitas tristes recorrían la base de Khe Sanh ("el infierno de Khe Sanh") ofreciendo casquillos oxidados, medallas comunistas y placas identificativas. Las nubes ocultaban el sol y el viento agitaba la vegetación como si se anticipase una emboscada. Pero apenas quedan árboles en Quang Tri; la mayoría fueron calcinados por las 6,6 toneladas de explosivos que los invasores derramaron por cada habitante de la provincia.


Ya en el sur, los túneles de Cu Chi, pese a la marea de turistas, ilustran la astucia del guerrillero campesino, obligado a arrastrarse por corredores de su propio tamaño y a salir cada diez o doce horas para no caer inconsciente por la falta de aire. Utilizaban búnkers rudimentarios para fabricar todo tipo de trampas artesanales hechas con bambú quemado y hierros oxidados que luego ocultaban por toda la jungla. Sabían cuándo cocinar para que el enemigo no detectase el humo, dónde ocultar los arsenales y cómo vivir en la plena autosuficiencia.



El "Museo de los Restos de la Guerra", en Saigón, posee cientos de fotografías sobre las atrocidades cometidas por Estados Unidos, que muestran a chavales de veinte años posando junto a calaveras elevadas en palos, a un soldado sosteniendo medio vietnamita hecho girones por una granada, campesinos apaleados, hileras de cadáveres, bosques arrasados por el napalm y un largo muestrario de los efectos de la guerra química, con niños completamente deformados y familias destrozadas por la psicosis.


(En la foto: víctimas del agente naranja trabajando en un taller de manualidades levantado por el Gobierno a las afueras de Saigón).

"El horror, el horror...".

Luego hay una sección para los que decidieron aquello: aparece Nixon visitando Vietnam en los años cincuenta (como VP de Eisenhower), Johnson declarando la guerra y el pelo ultra-engominado de McNamara en una sala llena de mapas y chinchetas.

(Naturalmente, se echa de menos la imparcialidad. Nadie duda de quién es el agresor y quién el agredido, pero no hay, por ejemplo, ninguna referencia al tratamiento de los prisioneros hechos por Vietnam del Norte, amontonados muchas veces en cárceles hechas en el agua. Es más: la antigua prisión de Hanoi tiene una sala dedicada a lo bien que supuestamente vivían los estadounidenses entre rejas, cortando el pavo por navidad en una mesa con flores y cubertería, recibiendo cartas de sus familiares, siendo auscultados por un sonriente doctor o tomando té con periodistas. Tienen expuesto el presunto uniforme de John McCain, por cierto).

Las cifras abruman: cuatro millones de vietnamitas muertos y cincuenta y seis mil estadounidenses, tres millones de afectados por el agente naranja (que envenena para tres generaciones), dos millones de toneladas de bombas lanzadas (más que las vertidas en toda la segunda guerra mundial)... Un apocalipsis humano, material y ecológico.

Pero de toda esa barbarie podemos extraer dos cosas positivas: una es el buen cine, y la otra el periodismo competente y sin barreras. La guerra de Vietnam o guerra americana es fotogénica (si se me permite la expresión): en ella hay colinas arboladas, ríos espesos y prados donde se posan decenas de helicópteros; muestran a criminales sonriendo frente a montones de cadáveres, a muchachos imberbes llorando a escondidas, a campesinos protegiendo a sus hijos y filas de explosiones en poblados y campos de arroz. Es además una guerra llena de mitología por el rock, el cine y el poderoso movimiento pacifista... Y fue el periodismo quien lo hizo posible con la narración de "el horror" en primera persona.

Poco después los políticos aprendieron la lección y tomaron medidas. Los ingleses aplicaron el "pool" en la guerra de las Malvinas, que consistía en obligar a los periodistas a firmar un contrato donde se comprometían a no informar sin autorización sobre muertes aliadas, entre otras cláusulas; y el tradicional "embedded" o "empotrado"que se utiliza en Iraq y Afganistán: tan sencillo como integrar al periodista en el pelotón como un soldado más.

Entre tanta seriedad, tuve el inmenso privilegio de reencontrarme con Juan y Fabricio en mi primera, y su última, noche de Saigón. Intuí que podrían andar deambulando por Pham Ngu Lao antes de viajar a Camboya, y salí a husmear. Los encontré en una tasca donde servían garrafas de cerveza por cuarenta céntimos de euro. Los callejones de la ciudad, profundos y enrevesados, evocaban el declive de la presencia estadounidense, el fantasma de soldados deprimidos dando bandazos por los prostíbulos en muletas o con la cabeza vendada. Parecía que en cualquier momento me toparía con Robert De Niro y Christopher Walken jugando a la ruleta rusa.

miércoles, 28 de octubre de 2009

CapítuloVIII: Los norvietnamitas y el arte de escupir


Si París hubiese sido conquistada por el Vietcong, sería Hanoi. Fue rompedor llegar por fin a una auténtica capital asiática trazada por calles enrevesadas, restaurantes callejeros abarrotados, pocos turistas y miles, millones de motos. Antes estuvieron Bangkok y Vientián, pero no tenían tanto encanto. Una por la afluencia masiva de turistas, la otra por su visible falta de alicientes.

En Hanoi se percibe otra cosa: los edificios coloniales, las panaderías, las floristerías y los cafés recuerdan a la capital francesa, también ese culto a la estrechez en las viviendas y los restaurantes, con los clientes comiendo hombro con hombro y los cocineros trabajando en el espacio indispensable. Aquí se juntan los rasgos de una república socialista, con carteles propagandísticos, culto a la personalidad de Ho Chi Minh y niños uniformados de pioneros, con la dinámica del capitalismo: hay muchos barrios y muy buen comercio, sobre todo de tecnología, y es evidente que sus ciudadanos poseen una vitalidad y un ingenio difícil de ver en otros lugares.

Hay otro aliciente (según se mire) en la terquedad de la gente. Interactuar con los habitantes de Hanoi es más parecido a boxear que a conversar. El regateo es completamente agresivo, por ejemplo: muchos restaurantes no tienen menú y hay que preguntar el precio, así que la camarera saca un fajo de billetes y estampa uno encima de la mesa. Suele ser una cantidad abusiva, y cuando le señalas otro billete, ésta lo rechaza con un grito y se va enfadada. En el tren te empujan sin piedad, las colas no se respetan jamás y en algunos sitios te echan a manotazos cuando terminas de comer. Aunque lo peor son los ríos de motos que toman la ciudad como rehén y nunca dejan pasar, de manera que te ves forzado a diseñar complicadas estrategias para cruzar una calle.

Además, en todas partes y a cualquier hora del día se oye a la gente escupir y eructar como si estuviesen a solas en el baño de su casa. No lo hacen distraídamente, con naturalidad, no: dan a sus gases toda la potencia posible. Podías ver a un hombre de cincuenta años sentado en plena calle a mediodía, con su mujer, colocar las manos sobre las rodillas, poner la espalda recta y comenzar a acumular flemas en la garganta, con fuerza, para luego soltarlo todo en la acera haciendo el mayor ruido posible. Una mañana, en el Tren de la Reunificación, había dos chicas de unos dieciocho años arrastrando un carrito con comida, cuando una de ellas expulsó por la boca los gases que tenía atravesados en el pecho desde la noche anterior. Y lo mismo para estornudar, sin poner la mano delante y hasta gritando.

En serio, era constante.


Teorizando un poco, es importante recordar que Hanoi fue en su día la capital del Vietnam comunista que luchó durante treinta años para expulsar a los franceses y luego a los estadounidenses, y terminó unificando el país bajo la férula del Partido. Semejante sacrifico material y humano (cuatro millones de vietnamitas muertos sólo contra los Estados Unidos) requiere una tenacidad implacable, infinita, un pueblo capaz de darlo todo por una idea. No es difícil imaginarse a esta gente viviendo en túneles y tendiendo emboscadas en los lugares más inaccesibles, oponiendo la guerrilla a la guerra química, aprendiendo de su enemigo. Puede que los eructos y los estornudos sólo sean manifestaciones de ese orgullo terco, una forma de decir: “Aquí estoy yo, joder”. En Tailandia y Laos te reciben como si fueses una estrella de cine. Te saludan en la calle y los niños vienen a chocarte la mano. En Hanoi te ignoran, no tienen por qué reirle las bromas al turista. Parece un lugar construido desde dentro y desde abajo.

Pero, aparte de todas estas anécdotas de calle (junto a la del tren, en el post anterior), en ningún momento se nos ofendió directamente, ni temimos por nuestra seguridad, ni nada por el estilo. Dicen que es una diferencia de carácter entre la gente del norte, de clima frío y aspereza de Partido, y la del sur (parecido a lo que ocurre en España, salvando enormes distancias). Dentro de poco lo comprobaré en Ciudad Ho Chi Minh (Saigón).

Hué, centro de Vietnam.

sábado, 24 de octubre de 2009

Capítulo VII: "Estuve en Vietnam..."


La escena suele empezar con un viejo barbudo encendiéndose un cigarro en la oscuridad. La silueta inhala con energía y las volutas de humo se deshacen por el aire. Su primera frase es "Estuve en Vietnam...", y luego hay unos segundos de silencio. A continuación llega una historia de tortura y heroísmo, de muchachos saludables criados en Kansas u Oklahoma sacrificados en la flor de la vida por intereses nacionales que nadie acaba de comprender. Al final, el narrador reconoce que se despierta cada noche envuelto en sudor porque su mejor amigo se lanzó en plancha sobre una granada para salvar al pelotón de una muerte segura...


Coincidí con los argentinos Fabricio y Juan en el autobús que une Vientián (Laos) con Hanoi (Vietnam). Los había conocido en el famoso "tubing" de Vang Vieng y habíamos compartido un par de cubos llenos de whisky. Durante el pesadísimo trayecto de veinticuatro horas se me pasaron muchas frases por la cabeza: "Me gusta el olor del napalm por la mañana", "No siento las piernas","Estuvimos juntos en aquel infierno de Hanoi"... Sobre todo en el último tramo, con el sol descendiendo naranja sobre los palmerales y los campesinos encorvados. Me acordaba de Willard remontando el Mekong para matar a Kurtz, del teniente Dan recibiendo a Forrest y a Bubba, del recluta patoso perdiendo la cabeza y de Charlie Sheen muerto de miedo en una trinchera.


Una vez en Hanoi, fuimos los tres a un hotel regentado por una joven vietnamita bien dotada para los negocios. Sacaba su calculadora y organizaba: nos ofrecía viajes a bajo precio con todo tipo de explicaciones; tras comparar con otras agencias, contratamos un día por la Bahía de Ha Long y dos recorriendo las montañas de Sapa, en la frontera con China. Lo pasamos bien en Ha Long, pero a la vuelta sólo teníamos media hora de margen para ir a coger el tren a Sapa. Entre el larguísimo viaje desde Laos, un día pateando Hanoi, las cervezas de por la noche, las cuatro horas de sueño y Ha Long, estábamos muy cansados. Ya en la Bahía fantaseamos con agarrar la cama y dormir sin prisas. Incluso Juan se atrevió a sugerir que no comprásemos ninguna botella de ron y dedicásemos las nueve horas del viaje a dormir. Por algo habíamos alquilado un compartimento con camas.


Así que llegamos a la estación a las diez de la noche arrastrando las mochilas. Juan mira cómo muchos vietnamitas se arremolinan en horribles bancos de madera y dice: "Che ¿Te imaginás pasar la noche así?", "Me muero", "Menos mal que vamos en primera clase". Sacamos nuestros tickets, subimos al tren y nos indican nuestro sitio, pero no en un compartimento con camas... Nos colocan allí, en aquellos bancos hechos hace décadas, pegajosos, duros, angostos, diseñados para culos que se alimentan de arroz con vegetales.


La cara de Juan expresa desesperación: lleva muchos días de "tubing", autobuses y madrugones, y no puede más. No ha parado de fantasear con dormir diez horas, y ahora esto. ¿Por qué? ¿Qué ha fallado? Comprobamos mil veces los billetes e intentamos comunicarnos con algún encargado, en vano. Hemos sido timados. "¡La mina del hotel nos ha cagado, boludo!". Decidimos apechugar para poder contarlo después. Fabri y yo nos reímos de nervios y por la cara de Juan, ojeroso, con barba de tres días y el aire de un gato aplastado en la carretera.


"Sólo hay una cosa que diferencia al vivo de un fiambre: los calcetines".


El tren está completo, no existe la posibilidad de conseguir un banco entero ni de escapar del calor o los olores aún sin identificar. Los vietnamitas esparcen sus bultos por todas partes; algunos fuman. Todos nos miran con curiosidad. Somos los únicos occidentales en ocho vagones completos, y se ve que no estamos acostumbrados a las incomodidades. Echamos mano de las seis latas de cerveza y discutimos las estrategias. Durante las nueve horas y media que nos quedan por delante, uno apoyará la cabeza en la ventana, otro colocará los pies en el asiento delantero y el tercero se acostará bajo los bancos con un chubasquero para protegerse de la densa mugre. Rotaremos posiciones cuando sea conveniente.


"¿Alguna vez has puesto tu vida en manos de otro hombre y le has pedido que ponga la suya en tus manos?".


La postura número uno es como intentar dormir sentado en un taburete, una tortura. La segunda no es muy diferente; la tercera es la menos mala. Aunque las telarañas se te enreden en la frente, no puedas moverte por estar aprisionado bajo los bancos y tengas a decenas de personas descalzas pisando a cinco centímetros de tu cara pegada al frío suelo, al menos estás acostado. Pero añádele el traqueteo violento, las olas de olor a pis y huevos cocidos verdes que comen los pasajeros, el bochorno, las constantes paradas y las idas y venidas de un carrito, y tendrás posiblemente la noche más incómoda de tu vida.
"Estuve veinticuatro horas haciéndome el muerto en una fosa común junto a los cadáveres de quienes habían sido mis amigos. Cuando se hizo de noche, salí y acuchillé a los guardias. Había trocitos de carne amarilla por toda la balloneta".


La travesía por Sapa valió la pena. Descendimos una montaña acompañados por un grupo de mujeres H'mong, comimos al lado de los arrozales, nos bañamos en el río y pasamos la noche en una casa local. Investigamos el caso del tren y las supuestas camas y averiguamos que por lo que habíamos pagado (cuarenta y ocho dólares el pack) sólo teníamos derecho a la incomodidad. Emprendimos el viaje de vuelta más mentalizados y descansados, pero fue todavía peor, pues nos tocó junto a los retretes y con pasajeros inquietos.


¿Timo o malentendido? No nos quedaba claro, aunque Fabricio tenía una respuesta:

"Che, si cagaron a Francia y a Estados Unidos, ¿no van a cagar a un gallego y un par de argentinos?".

sábado, 17 de octubre de 2009

Capítulo VI: Los dos Vang Vieng

Vang Vieng es una pequeña ciudad laosiana levantada junto a un río, al pie de una cordillera verde y accidentada plagada de grutas, senderos y lagos azules. Pero, pese a su entorno, todo en Vang Vieng está dedicado a satisfacer los placeres más gruesos y elementales de Occidente, lo que muchos llaman mal gusto. Cada uno de sus bares emite desde la mañana a la noche capítulos de "Friends" o "Padre de familia". Sin excepción. En cualquier lugar tienes a mochileros alineados frente al televisor comiendo en silencio una hamburguesa con ketchup y patatas fritas. Es como si te invitaran a desconectar de Asia: venga, deja ya de comer arroz y saludar juntando las palmas de las manos, tómate un respiro, despatárrate en un sillón, habla en voz alta y bébete una cerveza. Y cada sitio te ofrece dos cartas: una con comida y bebida, y otra con todo tipo de recetas para consumir setas, marihuana u opio (el "Magic Menu").



Esta dinámica se confirma en el "tubing", un circuito de alcohol montado por la mafia laosiana a lo largo del río para lujo de guiris borrachos. El fenómeno en sí mismo no es genuino; cualquiera puede buscar cosas parecidas en otras ciudades del mundo: pulserita y a beber. Lo que lo hace especial es el entorno, que es espectacular: los bares están edificados en pleno río, con las montañas escarpadas a un lado y los arrozales al otro. También es curioso ver a borrachos gordos y rosados de Manchester lanzarse al agua con una cerveza en la mano mientras pasa por allí un tranquilo pescador ajeno a todo. El otro punto lo dan las pruebas acrobáticas que ofrece cada bar: trapecios, tirolinas, trampolines y toboganes que te catapultan al vacío sin ninguna medida de seguridad.

El proceso dura unos cuatro kilómetros. Alquilas un enorme flotador y vas con él al bar de salida, pruebas la atracción, tomas algo y te vas al agua a dejarte arrastrar por la corriente (que por cierto es bastante fuerte); entonces los bares que aparecen por el camino te lanzan cuerdas para que hagas una paradita. En el cuarto bar, la mitad de los participantes no se tiene en pie. Muchos ya están desnudos, pintados, heridos o jugando un partido de voleyball en el barro.

Pero lo peligroso no es romperse la cabeza al tirarte de una plataforma por el lado equivocado (cada año mueren así dos o tres personas). Lo realmente delicado es cuando llega la noche a las seis de la tarde y ves que te encuentras flotando río abajo, que los bares se han acabado y que sólo quedan la corriente, la oscuridad y las rocas que sobresalen del agua. De no ser por una australiana que llevaba un mes haciendo el "tubing", la de Nueva Caledonia y yo estaríamos ahora por Camboya.


Como alternativa a todo esto, decir que a sólo cien metros del bar de salida, doblando un bosquecillo, está la "Organic Farm" del Señor Thé, un silencioso sabio dedicado a potenciar la educación y la igualdad de oportunidades entre los lugareños más pobres. Cada mes llegan a él mochileros deseosos de echar una mano en la construcción de una casa, cultivar té o dar clases de inglés. A cambio se les da vivienda, comida ecológica y una sana gratificación.


Cada uno elije cómo hacer turismo.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Capítulo V: Otros lugares



Laos. Es extraño llegar a un país del que no se sabe prácticamente nada. Cuando alguien menciona Tailandia, vienen a la memoria palabras como "Bangkok", "turismo", "Muay Thai", budas y bailes tradicionales con tailandesas cubiertas de oro y colores chillones. Si alguien dice "Vietnam', automáticamente aparecen imágenes de la guerra televisada con emboscadas, helicópteros, Saigón o el rock, y luego a veteranos barbudos contando batallitas y maldiciendo la intervención desde una silla de ruedas. De Camboya podemos recurrir a los Jemeres Rojos y a los Templos de Angkor. Pero ¿Laos?


Pues Laos es como Tailandia hace veinte años, o eso es lo que se oye entre los viajeros. Se trata de un país algo más pobre, sin salida al mar, objeto de caridad por parte de sus vecinos y con un idioma muy parecido al thai. Parece que sus gentes son más bellas, pero más conservadoras: todos los bares cierran a las once y media de la noche y para las discotecas el tope son las dos de la madrugada. Su modelo político-económico es parecido al chino: partido único, supervisión policial y mercado relativamente libre.

Llaman la atención la enorme cantidad de niños que hay (aunque al parecer es en Camboya donde existe la mayor proporción de jóvenes), y no hay una presencia tan alta de "ladyboys" (travestis) como en Tailandia, donde los bares ofrecen precios diferentes para "chicos", "chicas" y "ladyboys". Sus calles parecen seguras y todo el mundo es tan sonriente como en Tailandia.


Aunque todo esto no es más que la impresión rapidísima de un extranjero de paso.

De la que sí podré hablar en el próximo post es del "tubbing", un circuito de tres kilómetros a vida o muerte por un río repleto de bares flotantes y pruebas acrobáticas donde cada año mueren unos cuantos mochileros borrachos, ciegos de opio o comidos de setas. Mañana y aquí, en Vang Vieng.

jueves, 8 de octubre de 2009

Capítulo IV: Pai


Dicen que los tailandeses adoran el norte de su país por la tradición y la tranquilidad que representa. Lo mismo se podría decir de los mochileros, que llegan allí en busca de un respiro tras haber sufrido Bangkok y las tumultuosas playas del sur.


Chiang Mai es un buen destino por sus parques públicos, sus estanques y cafés, sus decenas de librerías llenas de clásicos en inglés, su agreste entorno natural y sus célebres masajes de pies. Allí pasamos cinco días dedicados a salir y cultivar nuevas amistades. Una noche quedamos con gente que habíamos conocido el primer fin de semana en Bangkok, y al día siguiente con los del trekking (gigante polaco incluído). El sábado, Martín partió hacia Laos y Lukas y yo nos fuimos a aprender escalada, cortesía de los experimentados eslovenos.


Pero el norte esconde un lugar con más encanto, metido en las montañas y rodeado de pueblos de etnia china. Se llama Pai y hoy en día está considerado, dicen, uno de los enclaves más relajantes del mundo. Su población no pasa de los tres mil habitantes, sus calles están plagadas de música y exposiciones artísticas y junto a los mochileros podemos observar a abueletes de blancas barbas que llegaron hace cuarenta años para trabajar en granjas secretas perdidas en los bosques. Aquí es obligado buscar un bungalow (tres euros diarios) y alquilar una moto (dos euros al día, no es broma) para explorar cascadas, géiseres, templos y poblados de los alrededores.


Y eso hicimos el primer día: ocho horas a dos ruedas arriba y abajo, parando de vez en cuando para degustar Pad Thai o algún nuevo tipo de curry (sesenta céntimos de euro). Por la noche, cervezas e historias locales junto a viajeros veteranísimos que descansan en Pai indefinidamente.


Allí todo es fácil.


El cuarto y último día encontramos por casualidad un campo de entrenamiento de Muay Thai a las afueras, donde algunos extranjeros alquilan una cabaña y pasan allí varios meses cultivando cuerpo y alma por diez euros al día (con comida y todo, y es de los caros). Se levantan al amanecer para salir a correr, luego entrenan durante dos horas, comen, descansan, vuelven a correr y reciben otras dos horas de Muay Thai. Ducha, clase de tailandés y tiempo libre.


Pero ya he salido del oasis. Lukas ha vuelto a Bangkok para recibir a una amiga y yo estoy en Chiang Khong, desde donde mañana tomo un barco para navegar por el Mekong durante dos días y llegar a Luang Prabang, capital cultural de Laos. Se vienen una pareja de franceses y una chica de Nueva Caledonia.

domingo, 4 de octubre de 2009

Capítulo III: Un poco de naturaleza


Todo empieza en un hostal de Chiang Mai a las nueve de la mañana. Lukas (Austria), Martín (Argentina) y yo apuramos nuestros desayunos, y un pequeño camión aparca enfrente con varios mochileros subidos en la parte de atrás como si fuesen soldados. Tardamos una hora en alcanzar la montaña, y nos preparamos para la primera fase: "bamboo rafting". La verdad es que todo suena muy turístico: hostales que organizan excursiones, guías que te recogen en la puerta... Pero el aburrimiento desaparece en la orilla del río, donde una sencillísima plataforma hecha con unos cuantos bambús espera meciéndose suavemente. Los tres subimos en la primera y arrancamos río abajo capitaneados por un tailandés cubierto de tatuajes que aúlla mientras cogemos velocidad; varios elefantes pacen en los prados, los monos se descuelgan por los árboles. Todo es sol, oxígeno, vegetación y agua, y nos tenemos que agarrar a la barca para no salir despedidos en cada catarata. Lukas cae hacia un lado y mete todo su cuerpo en el agua salvo los brazos; Martín tira de él con una enorme sonrisa en la cara. Tres barcas iguales nos siguen a varios metros con el resto de los mochileros y se desencadena una competición, donde los tailandeses blanden sus lanzas de bambú para voltear a los rivales. Después de un tramo especialmente rápido, aparcamos las naves en una playita y los capitanes nos muestran un peñasco de cinco metros desde donde nos lanzamos al agua bajo los árboles y un sol implacable.


Cuando volvemos al coche, una hora después, estamos nuevos.

Llegamos a un pueblecito de quince o veinte casas para tomar un cuenco de arroz con verduras. Los lugareños cortan bambú y las gallinas picotean libres en los caminos. Los mochileros compartimos planes y experiencias: hay una pareja inglesa, otra eslovena, otra polaca, nosotros tres y un enorme mastodonte de cientocincuenta kilos llamado Liubomir, también polaco. Todos lo habíamos comentado en voz baja: "¿Has visto a ese tío?". El esloveno le saca información: Liubomir, Liubo para los amigos, compite desde hace años para ser el hombre más fuerte del mundo; es capaz de levantar quinientos kilos y aguantarlos durante veinte segundos, y también puede arrastrar un avión durante varios metros. Su cuello es el de un toro y sus piernas parecen los pilares de un palacio. Tiene la cabeza afeitada y habla inglés mal y a borbotones, como Tarzán. Parece pertenecer a una vieja estirpe de guerreros eslavos, preparados para vencer ejércitos enteros con la ayuda de un escudo y un enorme hacha. Probablemente nació en el momento equivocado; su lugar estaba en los campos de batalla de la Edad de Bronce.
Ya es hora de ajustar las mochilas y partir hacia el corazón de la jungla; atravesamos extensos arrozales, cruzamos un río y emprendemos la marcha por senderos de barro naranja, sorteando matorrales y descansando de vez en cuando junto a estanques naturales de agua transparente.

El premio llega cerca del atardecer: tras mucho caminar y patinar un par de veces, encontramos un pequeño valle con un lago y una enorme catarata; al lado hay un par de cabañas de madera. Se oyen gritos de júbilo y mochilas cayendo, Liubo alza los brazos con aire triunfal. El agua cae con tanta fuerza que resulta difícil resisitir la presión, pero la temperatura es perfecta. Los guías ponen a hervir agua para el arroz mientras venden tabaco local envuelto en hojas de periódico. Enseguida llega la noche y no queda nada salvo la luna y algunas velas. Camiseta limpia, chanclas, y a cenar. De postre, una ronda de cachimba y unas cuantas historias internacionales. Liubomir es amigable y hablador; asegura que es muy famoso en Polonia. Pai, el guía, revela algunas anécdotas sobre los bandidos que se agazapan en los pasos fronterizos que conectan con Myanmar. Poco después nos acomodamos en una cabaña espartana con unas cuantas mantas y mosquiteras. La oscuridad es absoluta; sólo se oye el ruido de la catarata. Dormimos unas diez horas.



Cuando nos levantamos nos espera café negro, tostadas ilimitadas, mermelada de fresa y cuencos con sandía y piña recien cortada. Hay que acumular fuerzas para volver a cruzar la montaña y completar la última parte: subir en elefante. Sobre ellos hacemos una ruta de montaña tan peliaguda como la anterior, llena de cuestas y charcos; pero no hay problema: ellos avanzan silenciosos con paso muy firme, clavando sus enormes patas en la naturaleza. Son todo confianza.

jueves, 1 de octubre de 2009

Capítulo II: Sabiduría de mochila

El Sudeste Asiático está cubierto por varias corrientes de mochileros que fluctúan constantemente cruzando fronteras y atravesando países de muchas maneras. Todos ellos acumulan valiosas experiencias que luego transmiten a otros viajeros por orden jerárquico: cuando el veterano abandona la región, sus sucesores pasan la información a los novatos, que moviéndose irán escalando posiciones hasta ser veteranos y volver a casa llenos de anécdotas. He aquí algunos consejos:


1. Normalmente, Bangkok cansa el mismo día que lo pisas: es una ciudad extensa con tanto turista que quienes viven del "tuk tuk" o poseen tiendas de souvenirs han desarrollado una compleja trama de estrategias para captar extranjeros. Es incómodo tener que estar alerta todo el rato para que no te timen. Lo mejor es irse fuera lo antes posible y luego volver más endurecido.


2. Los caza-turistas se distribuyen en las cercanías de templos y monumentos, disfrazados de simples ciudadanos que vienen de hacer algún recado con un periódico bajo el brazo, un sobre o una bolsita con cosas. Localizan la presa, se acercan, le preguntan de dónde es y luego le informan de que el templo está cerrado por alguna fiesta religiosa o bien le dicen que no pueden pasar con pantalones cortos (esto es verdad en algunos sitios). Muchos han confiado en la aparente hospitalidad y han terminado en alguna tienda de ropa o restaurante. La contraestrategia es ignorarles o, si se tienen dudas, decir que vienes de algún país poco conocido como Nicaragua o Bielorrusia: así no podrán hablar del Real Madrid, el tango argentino o París, y se verán forzados a ir al grano.


3. Las agencias de viajes operan conchabadas con los hostales. Es su forma de comer, por supuesto, pero es que los precios bailan sin piedad: hay quien paga 500 bahts para ir al Templo de los Tigres (a 3 horas de Bangkok) en el mismo minibus que otro que ha pagado más del doble. Solución: si se quiere visitar algún sitio concreto lo mejor es preguntar a los hostales que no tienen ofertas turísticas y, por supuesto, a otros mochileros con pinta de experimentados.


4. Otro terreno mucho más excepcional y tambien más peligroso es la corrupción policial. Por los hostales circulan historias sobre policías que utilizan un cacheo de rutina para deslizarte una bolsita de marihuana en el bolsillo y clavarte una inmensa multa. He conocido el caso (menos dramático) de un mochilero de 23 años que tiró por error un cartel publicitario de Lufthansa en el aeropuerto, apareció la policia, se lo llevaron a una habitación y le exigieron 400 euros por el incidente. El chaval y sus dos amigos se negaron hasta que los policías empezaron a regatear y a decir "OK, 200". Al final se supone que les llegará la multa a través de la embajada.


Lo mejor es no provocar jamás a la policía, evidentemente, pero, en caso de ser requerido, hay que dar un paso atras y depositar inmediatamente en el suelo todo lo que tengas en los bolsillos; así das a entender que no eres tonto y que sabes perfectamente qué llevas y qué no.


Chiang Mai, norte de Tailandia.