martes, 10 de agosto de 2010

Capítulo XXV: Un verano tras el telón de humo


Primero llegó el calor, la ola de calor más intensa jamás conocida por Rusia. En la capital, los días transcurrían con esfuerzo y las noches eran todavía peores: pocos lugares de Moscú cuentan con un ventilador y mucho menos con aire acondicionado. No hay infraestructuras contra el calor ni tampoco costumbre.


A mediados de julio, 1.500 personas habían perecido ahogadas por todo el país, la mayoría con ayuda del vodka. La policía empezó a controlar el acceso a estanques y lagos para evitar que los ciudadanos se diesen un baño; así ocurría en Pushkino, a las afueras de Moscú. Decenas de grupos cruzaban el bosque, aplastaban la maleza y saltaban muros para eludir a la milicia y poder saborear un domingo a la orilla del lago. La vida moscovita ya era difícil cuando apareció otro enemigo: el humo.


Ocurrió a finales de julio; hoy, los incendios ya han arrasado 750.000 hectáreas de bosque en el centro y el oeste de Rusia, y la columna de contaminación ocupa una franja de 3.000 kilómetros que se ve desde el espacio. Ahora Moscú parece una discoteca mal ventilada: la ropa huele a chasca, pican los ojos y la nariz y los mocos salen negros, por eso muchos moscovitas intentan huir a otros lugares, como hizo Viacheslav: “Tengo una casa en Kazán, así que me fui el viernes y volví el lunes por la mañana para trabajar. No puedo estar en Moscú, no lo soporto”. (Kazán está a catorce horas en tren).


La alcaldía de Moscú reconoce que la tasa de mortalidad se ha duplicado en las últimas semanas hasta setecientos fallecidos al día (hipertensión, fallos respiratorios); en las filas ecologistas, Greenpeace acusa al Kremlin de reducir a la mitad el personal contra incendios y desmontar un dispositivo preventivo.


El fuego ha matado a 51 personas, y 2.000 han perdido su casa.

Pero ya han aparecido brotes de ayuda ciudadana; la iglesia de la calle Stanislavski acumula material para quienes se han quedado sin hogar. Tania, una de las organizadoras, explica la iniciativa: “Cada día viene gente a dejarnos todo tipo de cosas: ropa, cacerolas, juguetes, colchones... Por la tarde los voluntarios etiquetan y amontonan los objetos, que luego enviamos a las zonas más afectadas. Cualquier cosa vieja puede valer”.


El “smog” también ha penetrado en el Instituto Pushkin de Lengua Rusa, donde las ventanas permanecen cerradas pese al calor extremo y algunos alumnos se pasean con mascarillas por los pasillos. Las burócratas de recepción han colocado cuadernos en las ventanillas para frenar la polución y se han tapado la cara con un pañuelo como si fuesen bandoleros. Varios estudiantes ya han tirado la toalla; Stefan, de Suiza, vuelve a su país semanas antes de lo previsto por miedo a enfermar: “Mis compañeros de habitación han aprovechado para visitar San Petersburgo y yo pensé hacer lo mismo, pero ya estuve allí y además no quiero seguir así, por eso me voy a casa”.


Hasta esa ciudad subterránea que es el metro de Moscú, preparado para acoger a población en caso de guerra nuclear, ha sucumbido al veneno. Hay quien se pasea con máscaras anti-gas como si se hubiese cumplido una amenaza de la guerra fría.


Sin embargo, este martes el ambiente se nota más despejado e incluso cayó una pequeña lluvia. Los rusos más optimistas confían en que a finales de semana todo vuelva a ser normalno.


Galería fotográfica publicada en cafebabel.com.