sábado, 16 de octubre de 2010

Capítulo XXVI: Constantinopla bajo las mezquitas


(vv) yuecelnabi Nabi Yücel/ Flickr)
La historia de Anatolia tiene más capas que la propia Tierra: hititas, asirios, griegos y romanos dejaron aquí sus pisadas; los últimos en llegar (desde Asia Central) son los turcos, que hoy caminan lentamente hacia la Unión Europea. Pero ¿acaso no fue su territorio parte de otra Unión Europea, antigua y ya casi olvidada? Desde los libros y las calles de Estambul, repasamos una herencia musculosa.


Leer el artículo completo A la ciudad: Pistas para encontrar a Europa en Estambul, publicado en cafebabel.com.


martes, 10 de agosto de 2010

Capítulo XXV: Un verano tras el telón de humo


Primero llegó el calor, la ola de calor más intensa jamás conocida por Rusia. En la capital, los días transcurrían con esfuerzo y las noches eran todavía peores: pocos lugares de Moscú cuentan con un ventilador y mucho menos con aire acondicionado. No hay infraestructuras contra el calor ni tampoco costumbre.


A mediados de julio, 1.500 personas habían perecido ahogadas por todo el país, la mayoría con ayuda del vodka. La policía empezó a controlar el acceso a estanques y lagos para evitar que los ciudadanos se diesen un baño; así ocurría en Pushkino, a las afueras de Moscú. Decenas de grupos cruzaban el bosque, aplastaban la maleza y saltaban muros para eludir a la milicia y poder saborear un domingo a la orilla del lago. La vida moscovita ya era difícil cuando apareció otro enemigo: el humo.


Ocurrió a finales de julio; hoy, los incendios ya han arrasado 750.000 hectáreas de bosque en el centro y el oeste de Rusia, y la columna de contaminación ocupa una franja de 3.000 kilómetros que se ve desde el espacio. Ahora Moscú parece una discoteca mal ventilada: la ropa huele a chasca, pican los ojos y la nariz y los mocos salen negros, por eso muchos moscovitas intentan huir a otros lugares, como hizo Viacheslav: “Tengo una casa en Kazán, así que me fui el viernes y volví el lunes por la mañana para trabajar. No puedo estar en Moscú, no lo soporto”. (Kazán está a catorce horas en tren).


La alcaldía de Moscú reconoce que la tasa de mortalidad se ha duplicado en las últimas semanas hasta setecientos fallecidos al día (hipertensión, fallos respiratorios); en las filas ecologistas, Greenpeace acusa al Kremlin de reducir a la mitad el personal contra incendios y desmontar un dispositivo preventivo.


El fuego ha matado a 51 personas, y 2.000 han perdido su casa.

Pero ya han aparecido brotes de ayuda ciudadana; la iglesia de la calle Stanislavski acumula material para quienes se han quedado sin hogar. Tania, una de las organizadoras, explica la iniciativa: “Cada día viene gente a dejarnos todo tipo de cosas: ropa, cacerolas, juguetes, colchones... Por la tarde los voluntarios etiquetan y amontonan los objetos, que luego enviamos a las zonas más afectadas. Cualquier cosa vieja puede valer”.


El “smog” también ha penetrado en el Instituto Pushkin de Lengua Rusa, donde las ventanas permanecen cerradas pese al calor extremo y algunos alumnos se pasean con mascarillas por los pasillos. Las burócratas de recepción han colocado cuadernos en las ventanillas para frenar la polución y se han tapado la cara con un pañuelo como si fuesen bandoleros. Varios estudiantes ya han tirado la toalla; Stefan, de Suiza, vuelve a su país semanas antes de lo previsto por miedo a enfermar: “Mis compañeros de habitación han aprovechado para visitar San Petersburgo y yo pensé hacer lo mismo, pero ya estuve allí y además no quiero seguir así, por eso me voy a casa”.


Hasta esa ciudad subterránea que es el metro de Moscú, preparado para acoger a población en caso de guerra nuclear, ha sucumbido al veneno. Hay quien se pasea con máscaras anti-gas como si se hubiese cumplido una amenaza de la guerra fría.


Sin embargo, este martes el ambiente se nota más despejado e incluso cayó una pequeña lluvia. Los rusos más optimistas confían en que a finales de semana todo vuelva a ser normalno.


Galería fotográfica publicada en cafebabel.com.

lunes, 26 de julio de 2010

Capítulo XXIV: Sabor Soviético


Belyaevo, extrarradio de Moscú: un edificio gigantesco, blanco y repetitivo, pesado, lleno de grietas. Cada una de sus catorce plantas tiene veintinueve habitaciones (la mayoría compartidas), una terraza y una cocina comunitaria sin cubiertos, vasos ni utillaje, sólo dos fregaderos y doce fogones que, o no responden, o están al rojo vivo las veinticuatro horas. De los cuatro ascensores, dos suelen estar averiados; hasta hace unos días no tuvimos agua caliente y las cucarachas, todavía pequeñas y tímidas, husmean en los cubos de basura.

Sin embargo, los dormitorios permanecen relativamente limpios, las clases intensivas son buenas (se dan en el mismo edificio; cuatro horas y media diarias, grupos pequeños) y el restaurante es barato (por dos euros puedes comer una sopa de remolacha, por ejemplo, y una gruesa albóndiga con puré de patata). Tenemos una pista de volleyball, un parque y dos mesas de ping pong, además de un ciber y algunas salas con un viejo televisor. Dado el flujo constante de alumnos (puedes llegar y marcharte el día que te apetezca), nadie ha sabido decirme cuánta gente vive en la Academia Estatal A. S. Pushkin, pero se estiman unos quinientas personas. La inmensa mayoría viene de Europa del Este (sobre todo Polonia) y los Balcanes (mejor dicho Serbia). Nuestra lingua franca es el ruso con apoyo del inglés.

El personal de la residencia vive en la planta baja; ellas llevan la recepción, la lavandería y la limpieza, y salvo alguna burócrata de acero todas son bastante agradables. Ellos, deformados por el aburrimiento, se ocupan del mantenimiento y la seguridad, son bastante secos y les gusta cultivar el aspecto de tipos duros (pelo cortado a cepillo, pantalones militares, cara de proteger al presidente); pero junto a los recortes pornográficos que adornan sus habitaciones (hace tanto calor que todas las puertas y ventanas de la residencia están casi siempre abiertas) hay florecillas creciendo al sol.

Flores.

Hay floristerías por todas partes; cuando sales de la estación Kievskaya se te echa encima un batallón de vendedores con ofertas y combinaciones espectaculares (siempre en números impares). Das un paso y encuentras una calle sólo de floristerías, grandes y pequeñas, generales o especializadas, frondosas, alegres. Muchas abren las veinticuatro horas. Por eso en cualquier lugar de Moscú siempre hay alguien esperando con un ramo de flores. Se lo he preguntado a dos rusas de edades muy diferentes y las dos me han contestado lo mismo: “A veces, al ruso le gusta sorprender a su amada con un ramo a las tres de la mañana”.

¿Por qué no hablar ahora del famoso “carácter ruso”? ¿Del “profundísimo y enigmático carácter ruso”? El de las novelas de mil quinientas páginas, las mujeres fuertes y los hombres torturados, el de los signos de exclamación (¡Yulia Petrovna! ¡Iván Vasílievich!; te diriges a alguien por nombre y patronímico cuando le vas a hablar muy seriamente), el carácter radical e impredecible, infinitamente sensible, hospitalario y (se ha llegado a escribir) capaz de sacarte los ojos. ¿Hasta dónde llega el mito? ¿Cuántos rusos estarán cansados de que los vean como seres endurecidos y algo desequilibrados? ¿Y cuántos estarán orgullosos de esa “otredad” frente a la ordenada Europa?

Como suele ocurrir, la mentalidad general llega a la historia y la alta política; ese extremismo pasional queda bien resumido en los zares, en la revolución, en Stalin, Gorbachov y el salto sin red al capitalismo de los ladrones. También lo ejemplifica Putin, rígido como una estatua de mármol, admirado por su seriedad temible y su mano dura con el Cáucaso y algunos oligarcas; “Da, Putin ochen' silnyi”, se oye decir. ¿Y Medvedev? ¿Delfín convertido en jefe a la sombra del verdadero jefe? ¿O chico listo con planes personales? ¿Acaso sabe alguien lo que pasa en el Kremlin? En 1984 algunos analistas describían el “socialismo real” como el sistema político más estable inventado por el hombre (lo siento, no tengo la cita a mano). Un año después Mijaíl tomaba el mando y en 1991 todo se había acabado.

La mayoría de los estudiantes de la Academia Pushkin siente un agudo interés por el comunismo, intenta descifrar las claves de aquel planeta venido abajo (en los años sesenta, un tercio de la población mundial vivía bajo el comunismo). Por los pasillos, además del kefir y el vodka, corren historias familiares de un pasado diferente.

Los nietos de aquel viejo planeta dibujan una vida plácida y austera, un mundo dado por sentado, solemne, estable, inamovible. La mayoría trabajaba lo mínimo, coqueteaba con el mercado negro y cumplía las obligaciones oficiales (desfiles, concentraciones) por pura rutina. El Gulag y el KGB eran males tolerados o simplemente ignorados, y Occidente se percibía como un espacio de pobreza, crimen y lujos innecesarios donde el fascismo no fue derrotado sino asimilado al capitalismo (para ellos, el “Muro de Berlín” era la “Muralla Antifascista”).

En los años setenta, la Unión Soviética estaba considerado el país más aburrido de la Tierra (Eric Hobsbawm).

Hoy, Moscú es una de las ciudades más caras del mundo gracias a la vivienda y al consumo sin control de los nuevos ricos y de los que quieren parecer nuevos ricos. Desgraciadamente casi ningún sueldo está a la altura, y muchos rusos se buscan trabajitos extra (como taxistas ilegales, por ejemplo) para mantenerse. Todos los productos tienen un precio parecido al español salvo el vodka y el tabaco (una cajetilla de Marlboro vale un euro y medio, y si eres boca negra puedes fumar desde veinticinco céntimos). Reinan los coches gigantes, el oro, los diamantes, los trajes blancos y los tacones.

Un elemento claro de semejante narcisismo es el “face control”, tirano de la noche moscovita. Aquí el clásico gorila sin cuello actúa con total libertad; no hablamos de llevar o no zapatos o camisa, basta con tener una nariz algo prominente o el pelo demasiado negro para que no te dejen entrar en una discoteca (por eso la Lonely Planet tiene una sección titulada “Moscú para feos”, una lista de locales llenos de “estudiantes peludos” que jamás superarían un “face control”). No obstante, hay discotecas decentes que no cobran entrada y abren hasta por la mañana.

Atardece en Belyaevo; las bábushkas (dientes de oro, pañuelo sobre el pelo) empiezan a recoger sus pequeñas floristerías y tiendas de fruta. Frente a mi ventana, tres chicos de origen caucásico juegan a las cartas en el techo de un pequeño almacén; beben cerveza de lata sobre un colchón mugriento y no dicen nada. Acaban de terminar su jornada en el solar de al lado, donde crece poco a poco un edificio que tendrá veinte plantas y adornará el horizonte junto a otros colosos de la era soviética.

jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo XXIII: La Ciudad



Nadie puede llegar a Nueva York sin cara de bobo y grandes expectativas; sabía que me sonaría casi todo (Times Square, obreros taladrando el asfalto, footing en Central Park) como quien vuelve a un lugar de la infancia, y por tanto que me decepcionaría, que no alcanzaría las cumbres del cine o que sería como Londres: enorme y multicultural, sí, pero carente de espontaneidad (intenta salir de marcha por Londres; si descubres algo que no cierre a la una ni te deje en bancarrota, avísame). Pero NYC resultó mucho mejor desde que el avión torció su trayectoria con el Skyline de fondo.

Vivir en Nueva York es una meta bastante manoseada, como lo de lanzarse en paracaídas o ver un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución (yo vi el último, ¡ja!). Algo típico que sin embargo me apunto tímidamente, aunque sólo sea para poder plantar los pies en otro país caminando sólo unos bloques (manzanas, cuadras) y llenar así una tarde.

Decir que "quien conoce Nueva York conoce el mundo" es sin duda una estrategia turística, pero tiene algo de verdad. Un día paré a comer en Chinatown, en un restaurante donde sólo había chinos, todo estaba escrito en chino y la camarera no hablaba inglés; tomé tallarines con carne a precio tirado, sin impuestos ni propinas. Estaba en China, pero a dos calles de Italia, a diez de Israel, a treinta de Puerto Rico y a cincuenta de África. Aunque muchas otras ciudades del mundo tengan barrios por el estilo, dudo que se acerquen a la magnitud de Nueva York (sólo en Manhattan conviven 96 lenguas censadas).


Hay grandes reservas de entretenimiento, ejemplo: un paseo por la calle Martin Luther King, en Harlem. Saqué una foto al azar de varios peatones, y un corro de mujeres afroamericanas me pegó un grito; me acerqué con cara de turista amable para encajar una bronca: "¡No puedes fotografiar a la gente por la calle sin pedir permiso! ¡es una falta de respeto!". Una sacó su móvil y dijo "¡Te voy a sacar yo a ti una foto, hombre!", y le dediqué un primerísimo plano como si me encantase posar. Ellas ni siquiera salían en mi foto, amplia y general, pero ¿qué más daba? Se aburrían y decidieron vacilar a un forastero.

Luego había un grupo de abuelos tocando tambores, sudando bajo el sol, en éxtasis. Junto a ellos, un hombre musulmán parecía llevar mil años meditando en la misma posición (vean su cara concentrada), y más adelante, a los lados de un paso de zebra y en pequeñas tribunas, miembros del Partido Comunista Revolucionario pedían la atención de las masas sometidas.




Pero ¿por qué elegir Nueva York, con lo cara que es? También por prestigio (engordado al máximo en tantísimas películas) y vanidad; molaría decir que has vivido en Nueva York para que la gente te imagine caminando con un gran vaso de café en la mano rumbo a algún lugar sin espacio para mediocres. Es una pose, como lo de "Yo corrí delante de los grises" o, de nuevo, "Vi un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución" (sí, lo vi, el último antes de que el viejo enfermase).

Una tercera razón podría ser ese fascinante deporte local que es probar hamburguesas. Preguntando por la Joy Burger (en la 100 con Lexington), me dijeron: "Uhm, no la conozco, ¿dices que es buena? Mi favorita es la que hay en el Hotel Le Park Meridien"; "¡Cené allí ayer!", afirmé con orgullo (así es: tienes que cruzar el hall de este hotel de lujo, meterte por un pasillo oscuro y dar con una tasca "old school", piedra ambulante todo nutritiva). "¿Y qué tal?", "Bien, bien, me gustó mucho". "Bueno, pues ya iré yo a esa Joy Burger. 100 con Lexington, ¿verdad?".


Y la cultura (ya, la mala fama; todo europeo tiene anécdotas sobre norteamericanos incultos). Me encantó el MOMA, y dicen que los demás museos también son impresionantes. Además hay una buena oferta de actividades gratis; en Central Park, por ejemplo: conciertos, teatro, partidos. La tarde que llegué me encontré la Quinta Avenida cerrada al tráfico, con grupos de jazz, violinistas, payasos y gente pintando el asfalto.


Puntos flacos: los precios, la amenaza del estrés y las enormes diferencias sociales. No recuerdo haber visto ni un solo blanco barriendo las aceras o vendiendo bocadillos; todos negros o latinos. De hecho: en EEUU hay más afroamericanos en la cárcel que en la universidad (Justice Policy, 2002). ¿Y la sanidad? Estar ingresado vale 1.500 dólares diarios de media; un tratamiento de cáncer cuesta un millón. Si el seguro sólo te cubre hasta el ochenta por ciento, y con suerte, eso significa que deberás pagar doscientos mil de tu bolsillo; o sea, hipotecarte completamente. Por enfermar (así nace mucha mendicidad; menos mal que Obama ha dado un paso adelante; pequeño y tímido, pero muy peleado). Y ocurre algo parecido con la educación.

También me llamó mucho la atención la forma de hablar de los new yorkers. En el JFK alguien preguntó cuánto valía una hamburguesa con patatas; el camarero le miró con serenidad, se balanceó un poco hacia un lado y respondió rápidamente: "Six ninety-five plus taxes", con un desenfado inédito, como diciendo "Eh, qué pasa". Cuando le di el ticket para que lo tirara a la basura, me lo devolvío con un "Keep it, man, it's yours", rítmico y sin dobleces. Al igual que el diálogo entre dos empleados del aeropuerto, con frases directas, cuerpo a cuerpo. ¿Cómo puedo explicarlo?

Se le puede llamar estilo (¿cebado por las películas?), es decir: "Elegancia bajo presión" (Ernest Hemingway). Caminar relajado en el lugar más competitivo del mundo, tomar el condenado café (mejor dicho agua caliente con azúcar) andando, la expresión tranquila, la actitud abierta. Por eso el iPod y la vestimenta sobria (han ensayado muchas más modas), los veinte minutos para comer algo frío sentado en un banco o apoyado en una repisa, nada de una hora, dos platos, postre y caña (¡así rompes el ritmo, paisano! ¡Te entra sueño! ¡Llegas a casa más tarde y más cansado habiendo rendido la mitad!).


Los anglosajones son expertos en "small talk", en las conversaciones rápidas de ascensor o supermercado (observación de Dubravka Ugresic); cuatro palabras ingeniosas sirven para alegrar un mañana. En el otro lado del espectro están los rusos, incapaces de improvisar un diálogo pero maestros en las disertaciones kilométricas (arte desarrollado tras décadas de espera en las colas de la antigua URSS). Es el cómic contra "Guerra y Paz", la hamburguesa contra la sopa de remolacha, el mercado contra un Estado gigante.

Cada día, cuando sacaba el mapa, alguien me ofrecía ayuda ("Need some help, buddy?"). Todo era sencillo como una escultura de Brancusi (MOMA), ovalada y bien pulida. También ligar: veías a los camareros fumándose un cigarro a la puerta de la pizzería, esperando a que pasase alguna chica para ensayar sus tácticas con cara de niño bromista.

¿Por qué esa voluntad de entretener? ¿Por qué el cine fácil de ver, el rock y Superman?

Todos conocemos la respuesta: porque hay que vender, crear necesidades, seducir, aligerar, y eso funciona en casi cualquier parte. Por mucho que China o quien sea se fortalezca, ¿quién imagina a medio mundo aprendiendo miles de símbolos complicados, tomando té o sometiéndose a una línea de mando? ¿A quién no le sabe bien un primer sorbo de Coca Cola? (Estoy generalizando, tengo que hacerlo).

Acercarse a un universo cultural requiere paciencia y voluntad, leer determinados libros, aprender un idioma. Nadie puede decir que le interesa Alemania si no sabe quién fue Otto Von Bismarck, o exclamar "¡Ah, me encanta Rusia!" y no haberse tragado alguna novela introspectiva de mil páginas. Pero el entretenimiento entra mejor, es más sencillo, más "democrático". He visto a muchos vietnamitas bebiendo Coca Cola, hablando por el móvil y buscando porno por internet. Indonesios, camboyanos, egipcios. Los McDonald's de Tailandia están llenos. En el propio Pekín hay más rascacielos publicitarios y cadenas de comida rápida (además nacionales) que en Europa.


Esto no es un elogio del "american way of life": es natural que el Big Mac suela triunfar porque va inyectado de grasas y aditivos, y a todos nos gustan las grasas, la comida sabrosa (es evolución; si no nos gustase habríamos muerto de hambre o agotamiento hace decenas de milenios). Los pares de tetas llaman la atención por todo el globo (aunque suene zafio y reduccionista, algunos patrones estéticos como las proporciones adecuadas atraen a cualquier ser humano independientemente de su origen o educación; David M. Buss, 1996), al igual que las burbujas, la velocidad o los dientes perfectos, indicador de salud (sobre todo si van apoyados por un presupuesto ilimitado de publicidad).

¿Quieres ganar dinero? apela a los instintos, fórrate, vence. Pero luego ya sabes: los recursos se agotan, el planeta enferma (EEUU genera la cuarta parte de todos los gases contaminantes; CARMA, 2007) y crecen disfunciones como la obesidad o los complejos.


Irresponsabilidad sí, frivolidad también, pero flexible y estilosa, rápida, con alta capacidad de reinvención (como pasar de Bush a Obama en pocas semanas).
De todas formas, hay más teorías culturales que pinos en Canadá.

Ahí sigue NYC, abierta al mar como lo estaba Atenas, intentando impresionar. Su metro ni cierra ni se vacía, tampoco descansan los obreros. Michael Bloomberg gobierna la polis con una eficacia sosa (mucha policía, calles socavadas; gran idea el ferry gratis con la Estatua en el horizonte), mimando la tecnología y cobrando un dólar al año como símbolo de servicio público (y porque es uno de los hombres más ricos del mundo).

Así fueron cuatro días relámpago en la Ciudad del Trueno.


lunes, 17 de mayo de 2010

Capítulo XXI: La tristeza de Lituania



Lituania está triste: ¿cómo se explican los suicidios?
Foto: ©estherase /Flickr
El río Neris parte Vilna por la mitad: al norte, la universidad, el estadio y las terrazas con vistas; al sur, el corazón de la capital, adoquinado, colorido, impecable. Pero de uno de los puentes cuelga un cartel inquietante: "Hay gente a la que le importas. Línea gratuita de apoyo emocional", y un número de teléfono.


Leer el artículo completo: Lituania está triste, ¿cómo se explican los suicidios? en cafebabel.com:

lunes, 3 de mayo de 2010

Capítulo XX: El ataque de Motherfucker (II)

Es la segunda relación que mantengo con un volcán en los últimos meses. Ya lo decía en el capítulo XVI: "Es enorme, amplísimo y rugoso; sabes que tiene potencial, que un siglo de estos puede pegar un petardazo como su primo el Krakatoa y matar a miles de personas con lava, Tsunamis y terremotos. Es sereno pero peligroso; tiene carisma de volcán".

Por suerte no ha sido un petardazo, sino sólo un despertar, una vuelta remolona en la cama. Pero ha bastado para paralizar un continente (¿cuántas veces habremos oído esta frase en los últimos días?; todos los medios regodeándose y haciendo metáforas de hoteles llenos, precios exorbitados y pérdidas millonarias; lo que dijo Trotsky sobre el capitalismo vale para la televisión: "Cuanto peor, mejor"). A mí no me molestó tanto; trabajo en casa, así que no tengo que fichar ni dar demasiadas explicaciones. Es más: casi me alegro de haber vivido un par de anécdotas. Motherfucker.

Al final me colé en el bus a París y me senté al fondo, calladito, expectante. La gente subía con cara de estrés y esparcía sus bultos por todas partes, resoplando. Cada uno tenía una historia referente a Motherfucker, una historia de frustración y tiempo y dinero perdidos.

Como dije, tenía miedo de oler mal porque ya era el tercer día sin ducha ni muda metido en transportes llenos. Aplicaba mi nariz disimuladamente bajo los brazos. Nada. Quizás ya estoy acostumbrado, pensé.

Entonces apareció un francés envuelto en una burbuja de sudor concentrado y rancio y se sentó justo detrás. Apestaba, apestaba de verdad. Cada vez que se movía para quitarse el abrigo o coger algo, esparcía ondas de sobaco por el aire y la gente giraba la cabeza. Dos inglesas repipis lo comentaron por lo bajo. Mientras, yo seguía contando los asientos que todavía quedaban vacíos. Imaginaba esta escena: señora torpe buscando sitio diez minutos, sin suerte; conductor barrigudo leyendo mi nombre con acento alemán; yo tirado en Berlín por tiempo indefinido.


Pero ocurrió el milagro: alguien canceló su viaje y pude ir a París. 15 horas.





Ya en la estación de París, tenía que encontrar la forma de llegar a España. Había como seis colas de gente, todas enredadas y al borde del pánico. Dos jóvenes despistados se colaron sin querer, pero una señora furiosa no tardó en señalarlo: "Eh, vosotros, ¡vosotros! yo llevo... llevo... ¡LLEVO AQUÍ ESPERANDO MEDIA HORA! ¡PERO Q-Q-QUÉ OS CREÉIS!", y se puso a mover un brazo sin control. Los pobres se apartaron con aire cansado.

El guardia de seguridad caminaba de un lado a otro dando instrucciones: "No, esta es la cola de Bélgica y Alemania; si quiere ir a Londres vaya a esa otra". Inexplicablemente parecía feliz, sonriente. Por fin tenía un poco de acción. Otra señora sensible la tomó con él: "¡¡Necesito ir a Londres!!", gritaba. Pronto se empezó a sofocar y se acabó desmayando. El guardia abrió un círculo para que la mujer tomase aire mientras alguien se acercaba con una botella de agua.

Empujones, gritos. Se oían quejas en cinco idiomas. Una mujer corpulenta de origen africano también necesitaba ir a Londres: "Uf, no voy a contarte mi historia", decía. ¿Su historia? Todos los que estábamos allí teníamos una. Tres españolas estaban a punto de romper a llorar. Una de ellas gritó que no se movería de la ventanilla y que iba a llamar a su papá, que había comprado los billetes por internet. También se creían las únicas con derecho a viajar. Papá se encogería de hombros en España.

Yo oponía serenidad y autocontrol, tranquilidad. Un poco por joder. Avancé de un paso firme a la ventanilla.

Tengo la inmensa suerte de contar con amigos en París; podría estar algunos días esperando un bus. Aprovecharía para revisitar algunos sitios y descubrir otros, bajar temprano a comprar croissants, recorrer "bouquineries" y preparar mi artículo de los suicidios. Todo lentamente, disfrutando.

Pero pude comprar el billete para la mañana siguiente.

Estuve hasta las seis de la tarde recorriendo la ciudad con Pablo, un fugaz compañero de viaje argentino (¡el cuarto compañero de viaje argentino en seis meses! He tenido la oportunidad de desechar el tópico anti-argentino que hay en España: señores y señoras, los que reparten flyers son sólo una minoría; los que yo conozco son enormes conversadores, gente tranquila, amiga del mate y la lectura; algunos hasta son tímidos con las chicas).



Resultaba cómico caminar entre monumentos imperiales reluciendo al sol, cruzar los campos Elíseos o ver Notre Dame en ese estado: falta de sueño y ducha, maleta con ruedas, ordenador, abrigo de invierno... Un coche que pasó deprisa por encima de un charco me cubrió las piernas de agua. Sólo pude reir. Gracias cabrón, al menos el ordenador sigue seco.

Vilna-Madrid: 3.000 kilómetros por tierra, cuatro días, 200 euros.

Ya estoy de vuelta a los documentales de mi viaje asiático, a estar montando mañana y tarde, a terminar cada día con los ojos irritados de cuadrar segundo a segundo. Tengo el mochilismo atravesado en el pecho como una constante tarea pendiente; jamás pensé que montar un documental llevase tantísimo tiempo. Pero queda poco y el alivio que voy a sentir cuando acabe será celestial.

domingo, 25 de abril de 2010

Capítulo XIX: El ataque de Motherfucker (I)

(Escrito el martes 20 de abril de 2010 a las cuatro de la tarde, hora española. Aunque todos estemos hartos de oír hablar del maldito volcán islandés, la naturaleza mochilera de la historia lo merecía).


Alexanderplatz, antiguo Berlín oriental: sol, parques, comida barata, estudiantes rubias entregadas a la primavera... Aquí todo es agradable. Doy vueltas con aire despistado desde hace cinco horas, arrastrando una maleta, el ordenador portátil y bastante cansancio. Llevo dos días metido en trenes para cruzar toda Europa desde Lituania, pero sólo he podido llegar hasta aquí, al lugar que Lenin imaginó como capital mundial del comunismo, el mismo sitio donde Hitler se voló la cabeza y se levantó uno de los muchos muros de la vergüenza.

Hasta ahora viajaba con un australiano de padre escocés y madre indonesia, y una polaca. Ambos afincados en París, hacia donde están viajando en estos momentos por 210 euros cada uno. Demasiado para mí. Puedo pagarlos, sí, pero entre una cosa y la otra me voy a dejar más de cuatrocientos pavos en el viajecito. Así que sigo peleando: voy a probar suerte en un bus que sale a las siete de la tarde hacia París. 75 euros. Allí gorronearé la casa de alguien hasta que pueda volver a Madrid.

Tengo el pelo pegado al cráneo de maldormir apoyado contra la ventana de un tren y no me cambio de ropa desde hace tres días, además casi no me he lavado los dientes porque los baños del tren polaco no tenían agua corriente. Mañana apestaré como el cadáver de un cadáver.

Que ¿por qué estaba en Lituania? Puedo decir orgulloso que por trabajo; luego añado sombrío que sin remuneración, sólo costes pagados. Pero no está mal: cuatro días alojado en un viejo apartamento de Vilna con todos los aires posibles de guerra fría, con un proyecto interesante realizado en equipo con otros cinco periodistas (los dos que mencioné más un alemán, una francesa y un húngaro), todos interesantes y encantadores, dedicando los días a investigar y las noches a salir.
Mi tarea concreta era averiguar por qué Lituania tiene el índice de suicidios más alto del planeta Tierra (con permiso norcoreano, porque de allí no hay datos). Pese a que el tema no puede ser más tétrico, fui feliz reuniendo material, entrevistando a psiquiatras, paseando por viejos paisajes soviéticos de máxima tristeza. El artículo saldrá a la luz dentro de no mucho.



El famoso volcán de Islandia (de nombre "Motherfucker", según James) ha pegado bien fuerte. Nunca nadie habló tanto de un condenado volcán. Vuelo cancelado a última hora, trenes y autobuses llenos... Exploramos todas las opciones posibles: ¿Alquilar un coche Vilna-París? Entre 1.700 y 3.000 euros. Una lituana de cien kilos nos trató como a prisioneros de Gulag: "¡No, no hay tren, punto!". Las dos oficinas de la misma compañía daban horarios y datos diferentes. También negociamos con la camarilla de taxistas rusos que acecha junto a la estación de autobuses. Mínimo 200 euros sólo hasta Varsovia. Se les veía disfrutar con los problemas ajenos.

Así que nos quedamos otra noche clavados en Vilna. Un amigo de un primo de James nos mostró un par de tascas; el chico era tímido como un seminarista novato, con esa expresión fanática en los ojos. Al principio titubeaba al hablar, demasiado educado, casi sin mirarnos a la cara. Varias jarras después le preguntamos:
"Bueno, ¿y qué te decidió a vivir en Vilna?"
"Las putas buenorras".


Nos acostamos a las tres de la mañana y nos levantamos a las siete para ver si podíamos conseguir un billete de tren. El alemán se había ido a Polonia y el húngaro y la francesa seguirán en Lituania hasta el miércoles. Antes de partir, compramos una botella de vodka. No se puede cruzar Europa Oriental en tren sin una botella de vodka. El más entusiasmado con la idea era James. "Me voy a tomar un café doble y un vaso de whiskey, ¡encaja eso, cuerpo!". Sólo comía en los McDonald's. Metía las patatas fritas ahogadas en ketchup dentro de la hamburguesa y devoraba con ansia. Luego, mientras Aleksandra y yo tomábamos el vodka mezclado con refresco de lima, él daba tragos directamente de la botella. Se sentía culpable por llegar con retraso a París, donde tenía muchísimo que hacer: cosas del trabajo, preparar un viaje a Nepal... Entonces castigaba su cuerpo como penitencia.



Tuvimos relativa suerte: sólo pasamos tres horas en Varsovia hasta coger otro tren dirección Berlín. Aleksandra se encargó de todo con una buena dosis de estrés; cuando le preguntábamos algo, respondía indistintamente en polaco, inglés o francés, sin darse cuenta.

Ocho millones de pringados colgados en Europa, pérdidas económicas... En la estación de autobuses de Berlín me dijeron que la única forma de llegar a España era coger un bus el viernes (estamos a martes) desde Frankfurt. Unas treinta horas. Así que me pusieron en lista de espera para el de París dentro de dos horas. Ahora sólo queda esperar a que halla alguna cancelación.

domingo, 10 de enero de 2010

Capítulo XXII: Cuentos Chinos


Sabía que China estaba bajo cero, pero no pude encontrar ni un solo abrigo asequible en Kuala Lumpur. Así que, cuando llegué al aeropuerto de Hangzhou con un pantalón vaquero y una sudadera de cremallera, en plena noche, dispuesto a dormir allí para volar a Pekín a las 7 de la mañana, temí por mi salud: sólo había un pasillo ancho expuesto al frío polar que llegaba de las puertas. De todas formas, el aeropuerto cerraría en media hora (lo averigüé de milagro; ni uno solo de los empleados de la terminal hablaba inglés, ¡ni siquiera en el mostrador de "tourist information"!). Al final, haciendo dibujos en mi libreta, pude pedir un taxi y un hotel (diez euros la noche, regateados).

El edificio estaba en mitad de una estepa nevada y no parecía tener calefacción. Pasé la corta noche envuelto entre la ropa de las dos camas, sin dormir, soltando vaho por una abertura.

China es presa fácil de metáforas ("gigante dormido", "empieza a mover sus músculos") y leyendas urbanas. Pese a que tenía conocimientos que oponer, no podía evitar esa imagen hermética y robotizada, la de "Tienen sus propios bancos" o "Nadie saben dónde entierran los cadáveres". Aquella de "Cerraron el restaurante porque descubrieron que daba carne de rata", o mi favorita: "Encontraron a la chica en la trastienda, maniatada, desnuda y con marcas de rotulador rodeando sus órganos; al lado, dos chinos con mascarillas a punto de empezar". Centenares de millones de personas que "si saltasen a la vez desviarían a la Tierra de su órbita". Luego los artículos de cifras abrumadoras, el pequeño valiente de Tien An Men, las jornadas de ochenta horas semanales con catre en la fábrica, el control de natalidad...

¿Cómo relacionar Mao Zedong-capitalismo-superpoblación-vendedores de cerveza nocturnos?



Ni siquiera quienes se dedican a analizar China lo tienen claro. Me refiero a los corresponsales extranjeros, divididos en dos bandos: pesimistas y optimistas.

Los pesimistas dicen que hay dos Chinas: una urbana, acristalada y llena de fuerza, la China de los negocios y los Juegos Olímpicos, y luego la rural y mayoritaria, lastrada por siglos de atraso, sin infraestructuras ni esperanza, lleno de familias miserables a las que el Partido barre sin piedad cuando le apetece trazar una nueva autopista. Para los pesimistas, China es una dictadura policial sin paliativos, tan viciosa, brutal y corrupta como todas sus parientes, una corporación mafiosa que compró 20 años más de vida matando a 20.000 personas en 1989.



Enfrente tienen a los optimistas, los que hablan del "mayor milagro económico de la historia reciente" y señalan con admiración los edificios altos, los servicios y el alto nivel de empleo. También lamentan la falta de libertades, pero destacan que cada chino puede trabajar, tener un apartamento y vivir sin aprietos. Según ellos, el Partido es una institución eficiente y respetada con un único objetivo: traer la mayor prosperidad económica posible para catapultar el país a primera línea (y luego, tal vez, experimentar la democracia). Al contrario que sus adversarios, los optimistas aseguran que las centrales eléctricas, internet (censurado) y los aeropuertos han llegado a toda China.

Dado el tamaño del país y sus cambios, los dos bandos tienen elementos ilimitados para alimentar sus posturas.



Aún así había puntos en común: todos describían a China como un ejército disciplinado gracias a Confucio y la vigilancia policial. Ahí residía su eficacia, en la verticalidad. Un objetivo, una dirección, un método. Todos en fila recibiendo instrucciones. Incluso decían que los chinos no sabían improvisar. Ejemplo: si llegas a un hotel y la habitación que reservaste, digamos la 205, no está disponible, el recepcionista lo lamentará de verdad y se inclinará servicial, pero no habrá nada que hacer. Cuando estés yéndote afligido a buscar otro hotel, girarás sobre tus talones y dirás: "Un momento... ¿Tienen otra habitación?"; "Sí", dirá el recepcionista. "¿En qué planta desea?".


Pequeños impactos:


Primero (aunque suene frívolo): el frío salvaje. Visitando la Gran Muralla estuve al borde de ser asesinado por el viento, porque aquello no era viento, sino un cuchillo helado intentando degollarme. Saqué los guantes un minuto para tomar una foto y tardé dos horas en recuperar la sensibilidad en las manos. Los pobres vendedores de souvenirs circulaban enjaulados en gruesos abrigos del ejército que llegaban hasta los tobillos, varios guantes y gorros de mutón a la soviética. Lo poco que se les veía de la cara era un bulto rojo y agrietado.

Segundo: jamás he visto en Europa un panorama tan capitalista. No existían los horizontes sin skyline, las tiendas y los restaurantes eran tres veces la escala "normal" y cada parada de metro parecía un aeropuerto. Todo era moderno e impecable (menos el aire), grandioso. En la calle principal estaba la pantalla más grande del mundo y un árbol de navidad como una torre. Bolsas de la compra, última tecnología... (No ponía nada de esto en el Libro Rojo).

Y tercero: esperaba que fuesen distantes y orgullosos como los vietnamitas del norte, pero no (sólo se parecían en lo de escupir constantemente); eran completamente ingenuos y solícitos (cuando preguntabas por una boca de metro no te lo indicaban, ¡dejaban la tienda y te acompañaban diez minutos hasta las escaleras mecánicas!). A muchos les gustaba sacarse fotos con extranjeros, al estilo indonesio. También te saludaban por la calle con nerviosismo como si fueses un actor de cine.



Uno llega creyéndose un avezado regateador condecorado en todos los bazares del Sudeste Asiático, con barba de varios días y krama enrollado al cuello, listo para sacar lo mejor por lo mínimo, y descubre que no todos los chinos trabajan en cadenas de montaje, que también los hay que tienen habilidades sociales y la astucia de un gato hambriento. El mito robótico fue perdiendo pie, pero antes tuvo que pasar algo...

Paseaba por Pekín sin cámara, completamente ajeno a encuadres y sonido, libre. El segundo día fui a la Ciudad Perdida, pero la encontré a punto de cerrar; cuando ya me iba, dos chinas de mi edad me preguntaron de dónde era con buen inglés; ellas también se habían quedado sin entrar. Querían que paseásemos juntos para que les contase cosas de España. ¡Claro! No tenía nada que hacer. Eran estudiantes y venían de una ciudad del sur a Pekín por primera vez. Vacaciones. Estaban alojadas en un hotel con una tercera amiga que se había quedado remoloneando. Cuando ya no podíamos soportar aquel frío atroz, una propuso tomar un té, así que nos metimos en una pequeña tetería donde cabían seis personas. Se estaba calentito y había música tradicional.



Estábamos los tres solos con la encargada, sentados alrededor de una mesa con forma de dragón enroscado. La mujer preparaba cuidadosamente el té, derramaba un poquito sobre la mesa y nos lo servía en vasos de porcelana del tamaño de un chupito. Mientras, nos contaba la historia del té. Las chinas me traducían: "Este té lo mandó traer el emperador noséquién para enamorar a la hija de su general. Viene de las montañas de nosédónde, que según la tradición...", y la encargada sacaba otro té diferente. Después de beber teníamos que taparnos un ojo con el vaso y luego frotarlo por la frente para obtener suerte. Había puesto para acompañar un plato con galletas destrozadas y panchitos rancios. ¿No era un poco raro combinar un delicado té milenario con aquella basura reseca?

Mis nuevas amigas hablaban y hablaban, preguntándome de todo con expresiones risueñas. Una de ellas, la dominante, tenía un problema en los ojos; no los podía fijar en un punto concreto, de modo que sus pupilas se agitaban como insectos atrapados bajo las gafas.

Y seguían los tés, cada uno con una historia diferente, llena de amor, profecías y tragedias inevitables. Qué suerte, pensé. No pude ver la Ciudad Prohibida pero por lo menos estoy pasando una tarde con sabor local. El té estaba rico, pero al séptimo tipo (tomábamos dos chupitos de cada uno) dije basta y propuse pedir la cuenta. La encargada depositó el recibo sobre la mesa: al cambio, 120 euros. "¿¡120 euros¡?", dije alarmado, y las chinas me miraron incrédulas, como diciendo "Pues... sí, claro, ¿qué esperabas?". Pedí la carta, eché las cuentas y me concentré: no había duda, eran 120 euros al cambio. 40 por barba. No es una fortuna, pero ¿había tirado dos días de presupuesto en Asia por beber agua manchada? ¿Nos habían cobrado (y caros) los malditos panchitos? Joder joder joder.

No tenía dinero suficiente, así que las chinas pusieron mi parte y me acompañaron a un cajero. ¡Tuve que sacar pasta! ¡Yo! ¡El regateador de hierro! ¡Mientras ellas esperaban! Fue humillante. Algo se apagó dentro de mí; no quería revelar que me sentía estafado, pero ahora me costaba ser simpático. Les dije que iría a buscar algún lugar con libros en inglés y me llevaron directamente a una librería de tres plantas de la calle Wangfujing. Se despidieron encantadoras.

Estuve el resto de la tarde dándole vueltas: ¿Cómo podía ser que anoche pagase dos euros y pico por un cóctel gigante en una discoteca de lujo y ahora me cobrasen diez veces más por unos sorbos de té? ¿Cómo es que dos sencillas estudiantes chinas pagan 40 euros cada una por tomar un simple té? ¿Por qué conocían aquella librería si nunca habían estado en Pekín? ¿Y por qué valían tanto los panchitos?

Después se lo conté todo a mi amigo, que estaba acostumbrado a la infinita cortesía de los chinos (era uno de los optimistas), y me dijo: "Bueno, puede que hayas probado el mejor té del mundo". "Sí, a lo mejor", respondí. Me quedé con esta idea para consolarme. ¡A mí no me podían timar!



Pasaron dos días y volví a la Ciudad Prohibida, esta vez con tiempo y alerta respecto a los precios. Accedí a fotografiarme con un grupo de chinos, y cuando iba a la cola de los tickets me abordaron otras dos chinas de mi edad, con el mismo texto: venimos de tal ciudad a pasar unos días y queremos practicar inglés. "Ajá", pensé. "¿Practicar inglés, dices? Y conocer mi cultura, ¿no? Venga, vamos a dar un paseo...". Pronto iba a salir de dudas.

Estas eran más guapas y vacilonas. Provenían de una ciudad famosa por su hermoso lago y su vieja universidad, donde ellas estudiaban. También estaban de vacaciones. Al rato, una dio el paso: "Hey, ¿os apetece tomar un té?". "¡Bueno!". Fuimos a la misma calle que la otra vez, pero a una tetería diferente.

Pedí la carta (no la tenían a mano) y vi los precios: carísimo. Ellas eligieron su té; yo opté por un café presuntamente colombiano (tres euros y medio). Pusieron un plato de mandarinas pequeñas. Las chinas no pararon de ofrecerme su té: "¡Venga, pruébalo!", y ponían cara de tristeza. "¿Por qué no te tomas un vasito? Es el té tradicional de nuestra región, ¡la hospitalidad china se basa en compartir el té!". La teoría conspirativa ganaba peso. Luego caí en la tentación de agarrar una mandarina.

Eran buenas conversadoras: me preguntaron por Almodóvar y por Javier Bardem, y si me había gustado "Vicky Cristina Barcelona". Seguro que no era el primer español que caía en sus manos.



Llegó la cuenta: 80 euros. Y luego vendréis a recoger vuestra parte del botín, ¿no? ¡Ja! ¡Pues yo sólo tomé mi café! (asqueroso, por cierto). "Pero has comido mandarinas...", me dijo la más guapa con un toque de decepción. Me miraron unos segundos en silencio. Presión emocional. Al final aporté diez euros al cambio, ni uno más. Aún así quedé contento: había descubierto un pequeño tinglado montado con suma finura. Yo llevaba tres meses de mentalidad ratonil, pero ¿y un turista que viene una semana a China? Seguro que piensa: "Bueno, ya que estamos..." y ¡plas, ochenta, cien euros! ¿Y qué iba a hacer luego? ¿Quejarse a la policía? Tampoco era una fortuna y el menú, aunque escondido, decía la verdad.

Vale, ningún turista se muere por ese dinero. No hablamos de una red mafiosa ni de conexiones internacionales, pero ahí está la gracia: todo era limpio y discreto, en poca cantidad, lo justo para que muchos se vayan alegres por una experiencia local que poder contar en su país. Mientras, dos estudiantes pasan la mañana y ganan para alimentarse un mes. Lo bonito es cómo van hilando su coartada: la amiga en el hotel, la ciudad del hermoso lago, los cursos de inglés... Y el ritual de frotarse por la cara el vasito de porcelana, el emperador enamorado y todo.

No está mal para no saber improvisar.