domingo, 25 de abril de 2010

Capítulo XIX: El ataque de Motherfucker (I)

(Escrito el martes 20 de abril de 2010 a las cuatro de la tarde, hora española. Aunque todos estemos hartos de oír hablar del maldito volcán islandés, la naturaleza mochilera de la historia lo merecía).


Alexanderplatz, antiguo Berlín oriental: sol, parques, comida barata, estudiantes rubias entregadas a la primavera... Aquí todo es agradable. Doy vueltas con aire despistado desde hace cinco horas, arrastrando una maleta, el ordenador portátil y bastante cansancio. Llevo dos días metido en trenes para cruzar toda Europa desde Lituania, pero sólo he podido llegar hasta aquí, al lugar que Lenin imaginó como capital mundial del comunismo, el mismo sitio donde Hitler se voló la cabeza y se levantó uno de los muchos muros de la vergüenza.

Hasta ahora viajaba con un australiano de padre escocés y madre indonesia, y una polaca. Ambos afincados en París, hacia donde están viajando en estos momentos por 210 euros cada uno. Demasiado para mí. Puedo pagarlos, sí, pero entre una cosa y la otra me voy a dejar más de cuatrocientos pavos en el viajecito. Así que sigo peleando: voy a probar suerte en un bus que sale a las siete de la tarde hacia París. 75 euros. Allí gorronearé la casa de alguien hasta que pueda volver a Madrid.

Tengo el pelo pegado al cráneo de maldormir apoyado contra la ventana de un tren y no me cambio de ropa desde hace tres días, además casi no me he lavado los dientes porque los baños del tren polaco no tenían agua corriente. Mañana apestaré como el cadáver de un cadáver.

Que ¿por qué estaba en Lituania? Puedo decir orgulloso que por trabajo; luego añado sombrío que sin remuneración, sólo costes pagados. Pero no está mal: cuatro días alojado en un viejo apartamento de Vilna con todos los aires posibles de guerra fría, con un proyecto interesante realizado en equipo con otros cinco periodistas (los dos que mencioné más un alemán, una francesa y un húngaro), todos interesantes y encantadores, dedicando los días a investigar y las noches a salir.
Mi tarea concreta era averiguar por qué Lituania tiene el índice de suicidios más alto del planeta Tierra (con permiso norcoreano, porque de allí no hay datos). Pese a que el tema no puede ser más tétrico, fui feliz reuniendo material, entrevistando a psiquiatras, paseando por viejos paisajes soviéticos de máxima tristeza. El artículo saldrá a la luz dentro de no mucho.



El famoso volcán de Islandia (de nombre "Motherfucker", según James) ha pegado bien fuerte. Nunca nadie habló tanto de un condenado volcán. Vuelo cancelado a última hora, trenes y autobuses llenos... Exploramos todas las opciones posibles: ¿Alquilar un coche Vilna-París? Entre 1.700 y 3.000 euros. Una lituana de cien kilos nos trató como a prisioneros de Gulag: "¡No, no hay tren, punto!". Las dos oficinas de la misma compañía daban horarios y datos diferentes. También negociamos con la camarilla de taxistas rusos que acecha junto a la estación de autobuses. Mínimo 200 euros sólo hasta Varsovia. Se les veía disfrutar con los problemas ajenos.

Así que nos quedamos otra noche clavados en Vilna. Un amigo de un primo de James nos mostró un par de tascas; el chico era tímido como un seminarista novato, con esa expresión fanática en los ojos. Al principio titubeaba al hablar, demasiado educado, casi sin mirarnos a la cara. Varias jarras después le preguntamos:
"Bueno, ¿y qué te decidió a vivir en Vilna?"
"Las putas buenorras".


Nos acostamos a las tres de la mañana y nos levantamos a las siete para ver si podíamos conseguir un billete de tren. El alemán se había ido a Polonia y el húngaro y la francesa seguirán en Lituania hasta el miércoles. Antes de partir, compramos una botella de vodka. No se puede cruzar Europa Oriental en tren sin una botella de vodka. El más entusiasmado con la idea era James. "Me voy a tomar un café doble y un vaso de whiskey, ¡encaja eso, cuerpo!". Sólo comía en los McDonald's. Metía las patatas fritas ahogadas en ketchup dentro de la hamburguesa y devoraba con ansia. Luego, mientras Aleksandra y yo tomábamos el vodka mezclado con refresco de lima, él daba tragos directamente de la botella. Se sentía culpable por llegar con retraso a París, donde tenía muchísimo que hacer: cosas del trabajo, preparar un viaje a Nepal... Entonces castigaba su cuerpo como penitencia.



Tuvimos relativa suerte: sólo pasamos tres horas en Varsovia hasta coger otro tren dirección Berlín. Aleksandra se encargó de todo con una buena dosis de estrés; cuando le preguntábamos algo, respondía indistintamente en polaco, inglés o francés, sin darse cuenta.

Ocho millones de pringados colgados en Europa, pérdidas económicas... En la estación de autobuses de Berlín me dijeron que la única forma de llegar a España era coger un bus el viernes (estamos a martes) desde Frankfurt. Unas treinta horas. Así que me pusieron en lista de espera para el de París dentro de dos horas. Ahora sólo queda esperar a que halla alguna cancelación.