lunes, 3 de mayo de 2010

Capítulo XX: El ataque de Motherfucker (II)

Es la segunda relación que mantengo con un volcán en los últimos meses. Ya lo decía en el capítulo XVI: "Es enorme, amplísimo y rugoso; sabes que tiene potencial, que un siglo de estos puede pegar un petardazo como su primo el Krakatoa y matar a miles de personas con lava, Tsunamis y terremotos. Es sereno pero peligroso; tiene carisma de volcán".

Por suerte no ha sido un petardazo, sino sólo un despertar, una vuelta remolona en la cama. Pero ha bastado para paralizar un continente (¿cuántas veces habremos oído esta frase en los últimos días?; todos los medios regodeándose y haciendo metáforas de hoteles llenos, precios exorbitados y pérdidas millonarias; lo que dijo Trotsky sobre el capitalismo vale para la televisión: "Cuanto peor, mejor"). A mí no me molestó tanto; trabajo en casa, así que no tengo que fichar ni dar demasiadas explicaciones. Es más: casi me alegro de haber vivido un par de anécdotas. Motherfucker.

Al final me colé en el bus a París y me senté al fondo, calladito, expectante. La gente subía con cara de estrés y esparcía sus bultos por todas partes, resoplando. Cada uno tenía una historia referente a Motherfucker, una historia de frustración y tiempo y dinero perdidos.

Como dije, tenía miedo de oler mal porque ya era el tercer día sin ducha ni muda metido en transportes llenos. Aplicaba mi nariz disimuladamente bajo los brazos. Nada. Quizás ya estoy acostumbrado, pensé.

Entonces apareció un francés envuelto en una burbuja de sudor concentrado y rancio y se sentó justo detrás. Apestaba, apestaba de verdad. Cada vez que se movía para quitarse el abrigo o coger algo, esparcía ondas de sobaco por el aire y la gente giraba la cabeza. Dos inglesas repipis lo comentaron por lo bajo. Mientras, yo seguía contando los asientos que todavía quedaban vacíos. Imaginaba esta escena: señora torpe buscando sitio diez minutos, sin suerte; conductor barrigudo leyendo mi nombre con acento alemán; yo tirado en Berlín por tiempo indefinido.


Pero ocurrió el milagro: alguien canceló su viaje y pude ir a París. 15 horas.





Ya en la estación de París, tenía que encontrar la forma de llegar a España. Había como seis colas de gente, todas enredadas y al borde del pánico. Dos jóvenes despistados se colaron sin querer, pero una señora furiosa no tardó en señalarlo: "Eh, vosotros, ¡vosotros! yo llevo... llevo... ¡LLEVO AQUÍ ESPERANDO MEDIA HORA! ¡PERO Q-Q-QUÉ OS CREÉIS!", y se puso a mover un brazo sin control. Los pobres se apartaron con aire cansado.

El guardia de seguridad caminaba de un lado a otro dando instrucciones: "No, esta es la cola de Bélgica y Alemania; si quiere ir a Londres vaya a esa otra". Inexplicablemente parecía feliz, sonriente. Por fin tenía un poco de acción. Otra señora sensible la tomó con él: "¡¡Necesito ir a Londres!!", gritaba. Pronto se empezó a sofocar y se acabó desmayando. El guardia abrió un círculo para que la mujer tomase aire mientras alguien se acercaba con una botella de agua.

Empujones, gritos. Se oían quejas en cinco idiomas. Una mujer corpulenta de origen africano también necesitaba ir a Londres: "Uf, no voy a contarte mi historia", decía. ¿Su historia? Todos los que estábamos allí teníamos una. Tres españolas estaban a punto de romper a llorar. Una de ellas gritó que no se movería de la ventanilla y que iba a llamar a su papá, que había comprado los billetes por internet. También se creían las únicas con derecho a viajar. Papá se encogería de hombros en España.

Yo oponía serenidad y autocontrol, tranquilidad. Un poco por joder. Avancé de un paso firme a la ventanilla.

Tengo la inmensa suerte de contar con amigos en París; podría estar algunos días esperando un bus. Aprovecharía para revisitar algunos sitios y descubrir otros, bajar temprano a comprar croissants, recorrer "bouquineries" y preparar mi artículo de los suicidios. Todo lentamente, disfrutando.

Pero pude comprar el billete para la mañana siguiente.

Estuve hasta las seis de la tarde recorriendo la ciudad con Pablo, un fugaz compañero de viaje argentino (¡el cuarto compañero de viaje argentino en seis meses! He tenido la oportunidad de desechar el tópico anti-argentino que hay en España: señores y señoras, los que reparten flyers son sólo una minoría; los que yo conozco son enormes conversadores, gente tranquila, amiga del mate y la lectura; algunos hasta son tímidos con las chicas).



Resultaba cómico caminar entre monumentos imperiales reluciendo al sol, cruzar los campos Elíseos o ver Notre Dame en ese estado: falta de sueño y ducha, maleta con ruedas, ordenador, abrigo de invierno... Un coche que pasó deprisa por encima de un charco me cubrió las piernas de agua. Sólo pude reir. Gracias cabrón, al menos el ordenador sigue seco.

Vilna-Madrid: 3.000 kilómetros por tierra, cuatro días, 200 euros.

Ya estoy de vuelta a los documentales de mi viaje asiático, a estar montando mañana y tarde, a terminar cada día con los ojos irritados de cuadrar segundo a segundo. Tengo el mochilismo atravesado en el pecho como una constante tarea pendiente; jamás pensé que montar un documental llevase tantísimo tiempo. Pero queda poco y el alivio que voy a sentir cuando acabe será celestial.

1 comentario: