
Si París hubiese sido conquistada por el Vietcong, sería Hanoi. Fue rompedor llegar por fin a una auténtica capital asiática trazada por calles enrevesadas, restaurantes callejeros abarrotados, pocos turistas y miles, millones de motos. Antes estuvieron Bangkok y Vientián, pero no tenían tanto encanto. Una por la afluencia masiva de turistas, la otra por su visible falta de alicientes.
En Hanoi se percibe otra cosa: los edificios coloniales, las panaderías, las floristerías y los cafés recuerdan a la capital francesa, también ese culto a la estrechez en las viviendas y los restaurantes, con los clientes comiendo hombro con hombro y los cocineros trabajando en el espacio indispensable. Aquí se juntan los rasgos de una república socialista, con carteles propagandísticos, culto a la personalidad de Ho Chi Minh y niños uniformados de pioneros, con la dinámica del capitalismo: hay muchos barrios y muy buen comercio, sobre todo de tecnología, y es evidente que sus ciudadanos poseen una vitalidad y un ingenio difícil de ver en otros lugares.
Hay otro aliciente (según se mire) en la terquedad de la gente. Interactuar con los habitantes de Hanoi es más parecido a boxear que a conversar. El regateo es completamente agresivo, por ejemplo: muchos restaurantes no tienen menú y hay que preguntar el precio, así que la camarera saca un fajo de billetes y estampa uno encima de la mesa. Suele ser una cantidad abusiva, y cuando le señalas otro billete, ésta lo rechaza con un grito y se va enfadada. En el tren te empujan sin piedad, las colas no se respetan jamás y en algunos sitios te echan a manotazos cuando terminas de comer. Aunque lo peor son los ríos de motos que toman la ciudad como rehén y nunca dejan pasar, de manera que te ves forzado a diseñar complicadas estrategias para cruzar una calle.
Además, en todas partes y a cualquier hora del día se oye a la gente escupir y eructar como si estuviesen a solas en el baño de su casa. No lo hacen distraídamente, con naturalidad, no: dan a sus gases toda la potencia posible. Podías ver a un hombre de cincuenta años sentado en plena calle a mediodía, con su mujer, colocar las manos sobre las rodillas, poner la espalda recta y comenzar a acumular flemas en la garganta, con fuerza, para luego soltarlo todo en la acera haciendo el mayor ruido posible. Una mañana, en el Tren de la Reunificación, había dos chicas de unos dieciocho años arrastrando un carrito con comida, cuando una de ellas expulsó por la boca los gases que tenía atravesados en el pecho desde la noche anterior. Y lo mismo para estornudar, sin poner la mano delante y hasta gritando.
En serio, era constante.
En Hanoi se percibe otra cosa: los edificios coloniales, las panaderías, las floristerías y los cafés recuerdan a la capital francesa, también ese culto a la estrechez en las viviendas y los restaurantes, con los clientes comiendo hombro con hombro y los cocineros trabajando en el espacio indispensable. Aquí se juntan los rasgos de una república socialista, con carteles propagandísticos, culto a la personalidad de Ho Chi Minh y niños uniformados de pioneros, con la dinámica del capitalismo: hay muchos barrios y muy buen comercio, sobre todo de tecnología, y es evidente que sus ciudadanos poseen una vitalidad y un ingenio difícil de ver en otros lugares.
Hay otro aliciente (según se mire) en la terquedad de la gente. Interactuar con los habitantes de Hanoi es más parecido a boxear que a conversar. El regateo es completamente agresivo, por ejemplo: muchos restaurantes no tienen menú y hay que preguntar el precio, así que la camarera saca un fajo de billetes y estampa uno encima de la mesa. Suele ser una cantidad abusiva, y cuando le señalas otro billete, ésta lo rechaza con un grito y se va enfadada. En el tren te empujan sin piedad, las colas no se respetan jamás y en algunos sitios te echan a manotazos cuando terminas de comer. Aunque lo peor son los ríos de motos que toman la ciudad como rehén y nunca dejan pasar, de manera que te ves forzado a diseñar complicadas estrategias para cruzar una calle.
Además, en todas partes y a cualquier hora del día se oye a la gente escupir y eructar como si estuviesen a solas en el baño de su casa. No lo hacen distraídamente, con naturalidad, no: dan a sus gases toda la potencia posible. Podías ver a un hombre de cincuenta años sentado en plena calle a mediodía, con su mujer, colocar las manos sobre las rodillas, poner la espalda recta y comenzar a acumular flemas en la garganta, con fuerza, para luego soltarlo todo en la acera haciendo el mayor ruido posible. Una mañana, en el Tren de la Reunificación, había dos chicas de unos dieciocho años arrastrando un carrito con comida, cuando una de ellas expulsó por la boca los gases que tenía atravesados en el pecho desde la noche anterior. Y lo mismo para estornudar, sin poner la mano delante y hasta gritando.
En serio, era constante.

Teorizando un poco, es importante recordar que Hanoi fue en su día la capital del Vietnam comunista que luchó durante treinta años para expulsar a los franceses y luego a los estadounidenses, y terminó unificando el país bajo la férula del Partido. Semejante sacrifico material y humano (cuatro millones de vietnamitas muertos sólo contra los Estados Unidos) requiere una tenacidad implacable, infinita, un pueblo capaz de darlo todo por una idea. No es difícil imaginarse a esta gente viviendo en túneles y tendiendo emboscadas en los lugares más inaccesibles, oponiendo la guerrilla a la guerra química, aprendiendo de su enemigo. Puede que los eructos y los estornudos sólo sean manifestaciones de ese orgullo terco, una forma de decir: “Aquí estoy yo, joder”. En Tailandia y Laos te reciben como si fueses una estrella de cine. Te saludan en la calle y los niños vienen a chocarte la mano. En Hanoi te ignoran, no tienen por qué reirle las bromas al turista. Parece un lugar construido desde dentro y desde abajo.
Pero, aparte de todas estas anécdotas de calle (junto a la del tren, en el post anterior), en ningún momento se nos ofendió directamente, ni temimos por nuestra seguridad, ni nada por el estilo. Dicen que es una diferencia de carácter entre la gente del norte, de clima frío y aspereza de Partido, y la del sur (parecido a lo que ocurre en España, salvando enormes distancias). Dentro de poco lo comprobaré en Ciudad Ho Chi Minh (Saigón).
Hué, centro de Vietnam.