Belyaevo, extrarradio de Moscú: un edificio gigantesco, blanco y repetitivo, pesado, lleno de grietas. Cada una de sus catorce plantas tiene veintinueve habitaciones (la mayoría compartidas), una terraza y una cocina comunitaria sin cubiertos, vasos ni utillaje, sólo dos fregaderos y doce fogones que, o no responden, o están al rojo vivo las veinticuatro horas. De los cuatro ascensores, dos suelen estar averiados; hasta hace unos días no tuvimos agua caliente y las cucarachas, todavía pequeñas y tímidas, husmean en los cubos de basura.
Sin embargo, los dormitorios permanecen relativamente limpios, las clases intensivas son buenas (se dan en el mismo edificio; cuatro horas y media diarias, grupos pequeños) y el restaurante es barato (por dos euros puedes comer una sopa de remolacha, por ejemplo, y una gruesa albóndiga con puré de patata). Tenemos una pista de volleyball, un parque y dos mesas de ping pong, además de un ciber y algunas salas con un viejo televisor. Dado el flujo constante de alumnos (puedes llegar y marcharte el día que te apetezca), nadie ha sabido decirme cuánta gente vive en la Academia Estatal A. S. Pushkin, pero se estiman unos quinientas personas. La inmensa mayoría viene de Europa del Este (sobre todo Polonia) y los Balcanes (mejor dicho Serbia). Nuestra lingua franca es el ruso con apoyo del inglés.
El personal de la residencia vive en la planta baja; ellas llevan la recepción, la lavandería y la limpieza, y salvo alguna burócrata de acero todas son bastante agradables. Ellos, deformados por el aburrimiento, se ocupan del mantenimiento y la seguridad, son bastante secos y les gusta cultivar el aspecto de tipos duros (pelo cortado a cepillo, pantalones militares, cara de proteger al presidente); pero junto a los recortes pornográficos que adornan sus habitaciones (hace tanto calor que todas las puertas y ventanas de la residencia están casi siempre abiertas) hay florecillas creciendo al sol.
Flores.
Hay floristerías por todas partes; cuando sales de la estación Kievskaya se te echa encima un batallón de vendedores con ofertas y combinaciones espectaculares (siempre en números impares). Das un paso y encuentras una calle sólo de floristerías, grandes y pequeñas, generales o especializadas, frondosas, alegres. Muchas abren las veinticuatro horas. Por eso en cualquier lugar de Moscú siempre hay alguien esperando con un ramo de flores. Se lo he preguntado a dos rusas de edades muy diferentes y las dos me han contestado lo mismo: “A veces, al ruso le gusta sorprender a su amada con un ramo a las tres de la mañana”.
¿Por qué no hablar ahora del famoso “carácter ruso”? ¿Del “profundísimo y enigmático carácter ruso”? El de las novelas de mil quinientas páginas, las mujeres fuertes y los hombres torturados, el de los signos de exclamación (¡Yulia Petrovna! ¡Iván Vasílievich!; te diriges a alguien por nombre y patronímico cuando le vas a hablar muy seriamente), el carácter radical e impredecible, infinitamente sensible, hospitalario y (se ha llegado a escribir) capaz de sacarte los ojos. ¿Hasta dónde llega el mito? ¿Cuántos rusos estarán cansados de que los vean como seres endurecidos y algo desequilibrados? ¿Y cuántos estarán orgullosos de esa “otredad” frente a la ordenada Europa?
Como suele ocurrir, la mentalidad general llega a la historia y la alta política; ese extremismo pasional queda bien resumido en los zares, en la revolución, en Stalin, Gorbachov y el salto sin red al capitalismo de los ladrones. También lo ejemplifica Putin, rígido como una estatua de mármol, admirado por su seriedad temible y su mano dura con el Cáucaso y algunos oligarcas; “Da, Putin ochen' silnyi”, se oye decir. ¿Y Medvedev? ¿Delfín convertido en jefe a la sombra del verdadero jefe? ¿O chico listo con planes personales? ¿Acaso sabe alguien lo que pasa en el Kremlin? En 1984 algunos analistas describían el “socialismo real” como el sistema político más estable inventado por el hombre (lo siento, no tengo la cita a mano). Un año después Mijaíl tomaba el mando y en 1991 todo se había acabado.
La mayoría de los estudiantes de la Academia Pushkin siente un agudo interés por el comunismo, intenta descifrar las claves de aquel planeta venido abajo (en los años sesenta, un tercio de la población mundial vivía bajo el comunismo). Por los pasillos, además del kefir y el vodka, corren historias familiares de un pasado diferente.
Los nietos de aquel viejo planeta dibujan una vida plácida y austera, un mundo dado por sentado, solemne, estable, inamovible. La mayoría trabajaba lo mínimo, coqueteaba con el mercado negro y cumplía las obligaciones oficiales (desfiles, concentraciones) por pura rutina. El Gulag y el KGB eran males tolerados o simplemente ignorados, y Occidente se percibía como un espacio de pobreza, crimen y lujos innecesarios donde el fascismo no fue derrotado sino asimilado al capitalismo (para ellos, el “Muro de Berlín” era la “Muralla Antifascista”).
En los años setenta, la Unión Soviética estaba considerado el país más aburrido de la Tierra (Eric Hobsbawm).
Hoy, Moscú es una de las ciudades más caras del mundo gracias a la vivienda y al consumo sin control de los nuevos ricos y de los que quieren parecer nuevos ricos. Desgraciadamente casi ningún sueldo está a la altura, y muchos rusos se buscan trabajitos extra (como taxistas ilegales, por ejemplo) para mantenerse. Todos los productos tienen un precio parecido al español salvo el vodka y el tabaco (una cajetilla de Marlboro vale un euro y medio, y si eres boca negra puedes fumar desde veinticinco céntimos). Reinan los coches gigantes, el oro, los diamantes, los trajes blancos y los tacones.
Un elemento claro de semejante narcisismo es el “face control”, tirano de la noche moscovita. Aquí el clásico gorila sin cuello actúa con total libertad; no hablamos de llevar o no zapatos o camisa, basta con tener una nariz algo prominente o el pelo demasiado negro para que no te dejen entrar en una discoteca (por eso la Lonely Planet tiene una sección titulada “Moscú para feos”, una lista de locales llenos de “estudiantes peludos” que jamás superarían un “face control”). No obstante, hay discotecas decentes que no cobran entrada y abren hasta por la mañana.
Atardece en Belyaevo; las bábushkas (dientes de oro, pañuelo sobre el pelo) empiezan a recoger sus pequeñas floristerías y tiendas de fruta. Frente a mi ventana, tres chicos de origen caucásico juegan a las cartas en el techo de un pequeño almacén; beben cerveza de lata sobre un colchón mugriento y no dicen nada. Acaban de terminar su jornada en el solar de al lado, donde crece poco a poco un edificio que tendrá veinte plantas y adornará el horizonte junto a otros colosos de la era soviética.