miércoles, 9 de marzo de 2011

Capítulo XXVII: Los rasgos más duros de Kosovo

Persiguiendo a Hashim Thaçi
Foto: © Ezequiel Scagnetti
                             
El primer ministro de Kosovo, Hashim Thaçi, proyecta muchas imágenes: político serio, ex guerrillero, supuesto padrino de una trama mafiosa... A través de su figura se pueden entender las heridas más profundas de los Balcanes, y por eso hemos ido a perseguirle en su propio terreno: desde un encuentro cara a cara a los humeantes locales de Pristina, las entrañas del campo y el limbo serbio, presentamos un retrato en bruto del hombre de ojos hundidos más misterioso de Kosovo. 


Leer el artículo original completo Persiguiendo a Hashim Thaçi en la revista europea cafebabel.com.



sábado, 16 de octubre de 2010

Capítulo XXVI: Constantinopla bajo las mezquitas


(vv) yuecelnabi Nabi Yücel/ Flickr)
La historia de Anatolia tiene más capas que la propia Tierra: hititas, asirios, griegos y romanos dejaron aquí sus pisadas; los últimos en llegar (desde Asia Central) son los turcos, que hoy caminan lentamente hacia la Unión Europea. Pero ¿acaso no fue su territorio parte de otra Unión Europea, antigua y ya casi olvidada? Desde los libros y las calles de Estambul, repasamos una herencia musculosa.


Leer el artículo completo A la ciudad: Pistas para encontrar a Europa en Estambul, publicado en cafebabel.com.


martes, 10 de agosto de 2010

Capítulo XXV: Un verano tras el telón de humo


Primero llegó el calor, la ola de calor más intensa jamás conocida por Rusia. En la capital, los días transcurrían con esfuerzo y las noches eran todavía peores: pocos lugares de Moscú cuentan con un ventilador y mucho menos con aire acondicionado. No hay infraestructuras contra el calor ni tampoco costumbre.


A mediados de julio, 1.500 personas habían perecido ahogadas por todo el país, la mayoría con ayuda del vodka. La policía empezó a controlar el acceso a estanques y lagos para evitar que los ciudadanos se diesen un baño; así ocurría en Pushkino, a las afueras de Moscú. Decenas de grupos cruzaban el bosque, aplastaban la maleza y saltaban muros para eludir a la milicia y poder saborear un domingo a la orilla del lago. La vida moscovita ya era difícil cuando apareció otro enemigo: el humo.


Ocurrió a finales de julio; hoy, los incendios ya han arrasado 750.000 hectáreas de bosque en el centro y el oeste de Rusia, y la columna de contaminación ocupa una franja de 3.000 kilómetros que se ve desde el espacio. Ahora Moscú parece una discoteca mal ventilada: la ropa huele a chasca, pican los ojos y la nariz y los mocos salen negros, por eso muchos moscovitas intentan huir a otros lugares, como hizo Viacheslav: “Tengo una casa en Kazán, así que me fui el viernes y volví el lunes por la mañana para trabajar. No puedo estar en Moscú, no lo soporto”. (Kazán está a catorce horas en tren).


La alcaldía de Moscú reconoce que la tasa de mortalidad se ha duplicado en las últimas semanas hasta setecientos fallecidos al día (hipertensión, fallos respiratorios); en las filas ecologistas, Greenpeace acusa al Kremlin de reducir a la mitad el personal contra incendios y desmontar un dispositivo preventivo.


El fuego ha matado a 51 personas, y 2.000 han perdido su casa.

Pero ya han aparecido brotes de ayuda ciudadana; la iglesia de la calle Stanislavski acumula material para quienes se han quedado sin hogar. Tania, una de las organizadoras, explica la iniciativa: “Cada día viene gente a dejarnos todo tipo de cosas: ropa, cacerolas, juguetes, colchones... Por la tarde los voluntarios etiquetan y amontonan los objetos, que luego enviamos a las zonas más afectadas. Cualquier cosa vieja puede valer”.


El “smog” también ha penetrado en el Instituto Pushkin de Lengua Rusa, donde las ventanas permanecen cerradas pese al calor extremo y algunos alumnos se pasean con mascarillas por los pasillos. Las burócratas de recepción han colocado cuadernos en las ventanillas para frenar la polución y se han tapado la cara con un pañuelo como si fuesen bandoleros. Varios estudiantes ya han tirado la toalla; Stefan, de Suiza, vuelve a su país semanas antes de lo previsto por miedo a enfermar: “Mis compañeros de habitación han aprovechado para visitar San Petersburgo y yo pensé hacer lo mismo, pero ya estuve allí y además no quiero seguir así, por eso me voy a casa”.


Hasta esa ciudad subterránea que es el metro de Moscú, preparado para acoger a población en caso de guerra nuclear, ha sucumbido al veneno. Hay quien se pasea con máscaras anti-gas como si se hubiese cumplido una amenaza de la guerra fría.


Sin embargo, este martes el ambiente se nota más despejado e incluso cayó una pequeña lluvia. Los rusos más optimistas confían en que a finales de semana todo vuelva a ser normalno.


Galería fotográfica publicada en cafebabel.com.

lunes, 26 de julio de 2010

Capítulo XXIV: Sabor Soviético


Belyaevo, extrarradio de Moscú: un edificio gigantesco, blanco y repetitivo, pesado, lleno de grietas. Cada una de sus catorce plantas tiene veintinueve habitaciones (la mayoría compartidas), una terraza y una cocina comunitaria sin cubiertos, vasos ni utillaje, sólo dos fregaderos y doce fogones que, o no responden, o están al rojo vivo las veinticuatro horas. De los cuatro ascensores, dos suelen estar averiados; hasta hace unos días no tuvimos agua caliente y las cucarachas, todavía pequeñas y tímidas, husmean en los cubos de basura.

Sin embargo, los dormitorios permanecen relativamente limpios, las clases intensivas son buenas (se dan en el mismo edificio; cuatro horas y media diarias, grupos pequeños) y el restaurante es barato (por dos euros puedes comer una sopa de remolacha, por ejemplo, y una gruesa albóndiga con puré de patata). Tenemos una pista de volleyball, un parque y dos mesas de ping pong, además de un ciber y algunas salas con un viejo televisor. Dado el flujo constante de alumnos (puedes llegar y marcharte el día que te apetezca), nadie ha sabido decirme cuánta gente vive en la Academia Estatal A. S. Pushkin, pero se estiman unos quinientas personas. La inmensa mayoría viene de Europa del Este (sobre todo Polonia) y los Balcanes (mejor dicho Serbia). Nuestra lingua franca es el ruso con apoyo del inglés.

El personal de la residencia vive en la planta baja; ellas llevan la recepción, la lavandería y la limpieza, y salvo alguna burócrata de acero todas son bastante agradables. Ellos, deformados por el aburrimiento, se ocupan del mantenimiento y la seguridad, son bastante secos y les gusta cultivar el aspecto de tipos duros (pelo cortado a cepillo, pantalones militares, cara de proteger al presidente); pero junto a los recortes pornográficos que adornan sus habitaciones (hace tanto calor que todas las puertas y ventanas de la residencia están casi siempre abiertas) hay florecillas creciendo al sol.

Flores.

Hay floristerías por todas partes; cuando sales de la estación Kievskaya se te echa encima un batallón de vendedores con ofertas y combinaciones espectaculares (siempre en números impares). Das un paso y encuentras una calle sólo de floristerías, grandes y pequeñas, generales o especializadas, frondosas, alegres. Muchas abren las veinticuatro horas. Por eso en cualquier lugar de Moscú siempre hay alguien esperando con un ramo de flores. Se lo he preguntado a dos rusas de edades muy diferentes y las dos me han contestado lo mismo: “A veces, al ruso le gusta sorprender a su amada con un ramo a las tres de la mañana”.

¿Por qué no hablar ahora del famoso “carácter ruso”? ¿Del “profundísimo y enigmático carácter ruso”? El de las novelas de mil quinientas páginas, las mujeres fuertes y los hombres torturados, el de los signos de exclamación (¡Yulia Petrovna! ¡Iván Vasílievich!; te diriges a alguien por nombre y patronímico cuando le vas a hablar muy seriamente), el carácter radical e impredecible, infinitamente sensible, hospitalario y (se ha llegado a escribir) capaz de sacarte los ojos. ¿Hasta dónde llega el mito? ¿Cuántos rusos estarán cansados de que los vean como seres endurecidos y algo desequilibrados? ¿Y cuántos estarán orgullosos de esa “otredad” frente a la ordenada Europa?

Como suele ocurrir, la mentalidad general llega a la historia y la alta política; ese extremismo pasional queda bien resumido en los zares, en la revolución, en Stalin, Gorbachov y el salto sin red al capitalismo de los ladrones. También lo ejemplifica Putin, rígido como una estatua de mármol, admirado por su seriedad temible y su mano dura con el Cáucaso y algunos oligarcas; “Da, Putin ochen' silnyi”, se oye decir. ¿Y Medvedev? ¿Delfín convertido en jefe a la sombra del verdadero jefe? ¿O chico listo con planes personales? ¿Acaso sabe alguien lo que pasa en el Kremlin? En 1984 algunos analistas describían el “socialismo real” como el sistema político más estable inventado por el hombre (lo siento, no tengo la cita a mano). Un año después Mijaíl tomaba el mando y en 1991 todo se había acabado.

La mayoría de los estudiantes de la Academia Pushkin siente un agudo interés por el comunismo, intenta descifrar las claves de aquel planeta venido abajo (en los años sesenta, un tercio de la población mundial vivía bajo el comunismo). Por los pasillos, además del kefir y el vodka, corren historias familiares de un pasado diferente.

Los nietos de aquel viejo planeta dibujan una vida plácida y austera, un mundo dado por sentado, solemne, estable, inamovible. La mayoría trabajaba lo mínimo, coqueteaba con el mercado negro y cumplía las obligaciones oficiales (desfiles, concentraciones) por pura rutina. El Gulag y el KGB eran males tolerados o simplemente ignorados, y Occidente se percibía como un espacio de pobreza, crimen y lujos innecesarios donde el fascismo no fue derrotado sino asimilado al capitalismo (para ellos, el “Muro de Berlín” era la “Muralla Antifascista”).

En los años setenta, la Unión Soviética estaba considerado el país más aburrido de la Tierra (Eric Hobsbawm).

Hoy, Moscú es una de las ciudades más caras del mundo gracias a la vivienda y al consumo sin control de los nuevos ricos y de los que quieren parecer nuevos ricos. Desgraciadamente casi ningún sueldo está a la altura, y muchos rusos se buscan trabajitos extra (como taxistas ilegales, por ejemplo) para mantenerse. Todos los productos tienen un precio parecido al español salvo el vodka y el tabaco (una cajetilla de Marlboro vale un euro y medio, y si eres boca negra puedes fumar desde veinticinco céntimos). Reinan los coches gigantes, el oro, los diamantes, los trajes blancos y los tacones.

Un elemento claro de semejante narcisismo es el “face control”, tirano de la noche moscovita. Aquí el clásico gorila sin cuello actúa con total libertad; no hablamos de llevar o no zapatos o camisa, basta con tener una nariz algo prominente o el pelo demasiado negro para que no te dejen entrar en una discoteca (por eso la Lonely Planet tiene una sección titulada “Moscú para feos”, una lista de locales llenos de “estudiantes peludos” que jamás superarían un “face control”). No obstante, hay discotecas decentes que no cobran entrada y abren hasta por la mañana.

Atardece en Belyaevo; las bábushkas (dientes de oro, pañuelo sobre el pelo) empiezan a recoger sus pequeñas floristerías y tiendas de fruta. Frente a mi ventana, tres chicos de origen caucásico juegan a las cartas en el techo de un pequeño almacén; beben cerveza de lata sobre un colchón mugriento y no dicen nada. Acaban de terminar su jornada en el solar de al lado, donde crece poco a poco un edificio que tendrá veinte plantas y adornará el horizonte junto a otros colosos de la era soviética.

jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo XXIII: La Ciudad



Nadie puede llegar a Nueva York sin cara de bobo y grandes expectativas; sabía que me sonaría casi todo (Times Square, obreros taladrando el asfalto, footing en Central Park) como quien vuelve a un lugar de la infancia, y por tanto que me decepcionaría, que no alcanzaría las cumbres del cine o que sería como Londres: enorme y multicultural, sí, pero carente de espontaneidad (intenta salir de marcha por Londres; si descubres algo que no cierre a la una ni te deje en bancarrota, avísame). Pero NYC resultó mucho mejor desde que el avión torció su trayectoria con el Skyline de fondo.

Vivir en Nueva York es una meta bastante manoseada, como lo de lanzarse en paracaídas o ver un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución (yo vi el último, ¡ja!). Algo típico que sin embargo me apunto tímidamente, aunque sólo sea para poder plantar los pies en otro país caminando sólo unos bloques (manzanas, cuadras) y llenar así una tarde.

Decir que "quien conoce Nueva York conoce el mundo" es sin duda una estrategia turística, pero tiene algo de verdad. Un día paré a comer en Chinatown, en un restaurante donde sólo había chinos, todo estaba escrito en chino y la camarera no hablaba inglés; tomé tallarines con carne a precio tirado, sin impuestos ni propinas. Estaba en China, pero a dos calles de Italia, a diez de Israel, a treinta de Puerto Rico y a cincuenta de África. Aunque muchas otras ciudades del mundo tengan barrios por el estilo, dudo que se acerquen a la magnitud de Nueva York (sólo en Manhattan conviven 96 lenguas censadas).


Hay grandes reservas de entretenimiento, ejemplo: un paseo por la calle Martin Luther King, en Harlem. Saqué una foto al azar de varios peatones, y un corro de mujeres afroamericanas me pegó un grito; me acerqué con cara de turista amable para encajar una bronca: "¡No puedes fotografiar a la gente por la calle sin pedir permiso! ¡es una falta de respeto!". Una sacó su móvil y dijo "¡Te voy a sacar yo a ti una foto, hombre!", y le dediqué un primerísimo plano como si me encantase posar. Ellas ni siquiera salían en mi foto, amplia y general, pero ¿qué más daba? Se aburrían y decidieron vacilar a un forastero.

Luego había un grupo de abuelos tocando tambores, sudando bajo el sol, en éxtasis. Junto a ellos, un hombre musulmán parecía llevar mil años meditando en la misma posición (vean su cara concentrada), y más adelante, a los lados de un paso de zebra y en pequeñas tribunas, miembros del Partido Comunista Revolucionario pedían la atención de las masas sometidas.




Pero ¿por qué elegir Nueva York, con lo cara que es? También por prestigio (engordado al máximo en tantísimas películas) y vanidad; molaría decir que has vivido en Nueva York para que la gente te imagine caminando con un gran vaso de café en la mano rumbo a algún lugar sin espacio para mediocres. Es una pose, como lo de "Yo corrí delante de los grises" o, de nuevo, "Vi un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución" (sí, lo vi, el último antes de que el viejo enfermase).

Una tercera razón podría ser ese fascinante deporte local que es probar hamburguesas. Preguntando por la Joy Burger (en la 100 con Lexington), me dijeron: "Uhm, no la conozco, ¿dices que es buena? Mi favorita es la que hay en el Hotel Le Park Meridien"; "¡Cené allí ayer!", afirmé con orgullo (así es: tienes que cruzar el hall de este hotel de lujo, meterte por un pasillo oscuro y dar con una tasca "old school", piedra ambulante todo nutritiva). "¿Y qué tal?", "Bien, bien, me gustó mucho". "Bueno, pues ya iré yo a esa Joy Burger. 100 con Lexington, ¿verdad?".


Y la cultura (ya, la mala fama; todo europeo tiene anécdotas sobre norteamericanos incultos). Me encantó el MOMA, y dicen que los demás museos también son impresionantes. Además hay una buena oferta de actividades gratis; en Central Park, por ejemplo: conciertos, teatro, partidos. La tarde que llegué me encontré la Quinta Avenida cerrada al tráfico, con grupos de jazz, violinistas, payasos y gente pintando el asfalto.


Puntos flacos: los precios, la amenaza del estrés y las enormes diferencias sociales. No recuerdo haber visto ni un solo blanco barriendo las aceras o vendiendo bocadillos; todos negros o latinos. De hecho: en EEUU hay más afroamericanos en la cárcel que en la universidad (Justice Policy, 2002). ¿Y la sanidad? Estar ingresado vale 1.500 dólares diarios de media; un tratamiento de cáncer cuesta un millón. Si el seguro sólo te cubre hasta el ochenta por ciento, y con suerte, eso significa que deberás pagar doscientos mil de tu bolsillo; o sea, hipotecarte completamente. Por enfermar (así nace mucha mendicidad; menos mal que Obama ha dado un paso adelante; pequeño y tímido, pero muy peleado). Y ocurre algo parecido con la educación.

También me llamó mucho la atención la forma de hablar de los new yorkers. En el JFK alguien preguntó cuánto valía una hamburguesa con patatas; el camarero le miró con serenidad, se balanceó un poco hacia un lado y respondió rápidamente: "Six ninety-five plus taxes", con un desenfado inédito, como diciendo "Eh, qué pasa". Cuando le di el ticket para que lo tirara a la basura, me lo devolvío con un "Keep it, man, it's yours", rítmico y sin dobleces. Al igual que el diálogo entre dos empleados del aeropuerto, con frases directas, cuerpo a cuerpo. ¿Cómo puedo explicarlo?

Se le puede llamar estilo (¿cebado por las películas?), es decir: "Elegancia bajo presión" (Ernest Hemingway). Caminar relajado en el lugar más competitivo del mundo, tomar el condenado café (mejor dicho agua caliente con azúcar) andando, la expresión tranquila, la actitud abierta. Por eso el iPod y la vestimenta sobria (han ensayado muchas más modas), los veinte minutos para comer algo frío sentado en un banco o apoyado en una repisa, nada de una hora, dos platos, postre y caña (¡así rompes el ritmo, paisano! ¡Te entra sueño! ¡Llegas a casa más tarde y más cansado habiendo rendido la mitad!).


Los anglosajones son expertos en "small talk", en las conversaciones rápidas de ascensor o supermercado (observación de Dubravka Ugresic); cuatro palabras ingeniosas sirven para alegrar un mañana. En el otro lado del espectro están los rusos, incapaces de improvisar un diálogo pero maestros en las disertaciones kilométricas (arte desarrollado tras décadas de espera en las colas de la antigua URSS). Es el cómic contra "Guerra y Paz", la hamburguesa contra la sopa de remolacha, el mercado contra un Estado gigante.

Cada día, cuando sacaba el mapa, alguien me ofrecía ayuda ("Need some help, buddy?"). Todo era sencillo como una escultura de Brancusi (MOMA), ovalada y bien pulida. También ligar: veías a los camareros fumándose un cigarro a la puerta de la pizzería, esperando a que pasase alguna chica para ensayar sus tácticas con cara de niño bromista.

¿Por qué esa voluntad de entretener? ¿Por qué el cine fácil de ver, el rock y Superman?

Todos conocemos la respuesta: porque hay que vender, crear necesidades, seducir, aligerar, y eso funciona en casi cualquier parte. Por mucho que China o quien sea se fortalezca, ¿quién imagina a medio mundo aprendiendo miles de símbolos complicados, tomando té o sometiéndose a una línea de mando? ¿A quién no le sabe bien un primer sorbo de Coca Cola? (Estoy generalizando, tengo que hacerlo).

Acercarse a un universo cultural requiere paciencia y voluntad, leer determinados libros, aprender un idioma. Nadie puede decir que le interesa Alemania si no sabe quién fue Otto Von Bismarck, o exclamar "¡Ah, me encanta Rusia!" y no haberse tragado alguna novela introspectiva de mil páginas. Pero el entretenimiento entra mejor, es más sencillo, más "democrático". He visto a muchos vietnamitas bebiendo Coca Cola, hablando por el móvil y buscando porno por internet. Indonesios, camboyanos, egipcios. Los McDonald's de Tailandia están llenos. En el propio Pekín hay más rascacielos publicitarios y cadenas de comida rápida (además nacionales) que en Europa.


Esto no es un elogio del "american way of life": es natural que el Big Mac suela triunfar porque va inyectado de grasas y aditivos, y a todos nos gustan las grasas, la comida sabrosa (es evolución; si no nos gustase habríamos muerto de hambre o agotamiento hace decenas de milenios). Los pares de tetas llaman la atención por todo el globo (aunque suene zafio y reduccionista, algunos patrones estéticos como las proporciones adecuadas atraen a cualquier ser humano independientemente de su origen o educación; David M. Buss, 1996), al igual que las burbujas, la velocidad o los dientes perfectos, indicador de salud (sobre todo si van apoyados por un presupuesto ilimitado de publicidad).

¿Quieres ganar dinero? apela a los instintos, fórrate, vence. Pero luego ya sabes: los recursos se agotan, el planeta enferma (EEUU genera la cuarta parte de todos los gases contaminantes; CARMA, 2007) y crecen disfunciones como la obesidad o los complejos.


Irresponsabilidad sí, frivolidad también, pero flexible y estilosa, rápida, con alta capacidad de reinvención (como pasar de Bush a Obama en pocas semanas).
De todas formas, hay más teorías culturales que pinos en Canadá.

Ahí sigue NYC, abierta al mar como lo estaba Atenas, intentando impresionar. Su metro ni cierra ni se vacía, tampoco descansan los obreros. Michael Bloomberg gobierna la polis con una eficacia sosa (mucha policía, calles socavadas; gran idea el ferry gratis con la Estatua en el horizonte), mimando la tecnología y cobrando un dólar al año como símbolo de servicio público (y porque es uno de los hombres más ricos del mundo).

Así fueron cuatro días relámpago en la Ciudad del Trueno.


lunes, 17 de mayo de 2010

Capítulo XXI: La tristeza de Lituania



Lituania está triste: ¿cómo se explican los suicidios?
Foto: ©estherase /Flickr
El río Neris parte Vilna por la mitad: al norte, la universidad, el estadio y las terrazas con vistas; al sur, el corazón de la capital, adoquinado, colorido, impecable. Pero de uno de los puentes cuelga un cartel inquietante: "Hay gente a la que le importas. Línea gratuita de apoyo emocional", y un número de teléfono.


Leer el artículo completo: Lituania está triste, ¿cómo se explican los suicidios? en cafebabel.com:

lunes, 3 de mayo de 2010

Capítulo XX: El ataque de Motherfucker (II)

Es la segunda relación que mantengo con un volcán en los últimos meses. Ya lo decía en el capítulo XVI: "Es enorme, amplísimo y rugoso; sabes que tiene potencial, que un siglo de estos puede pegar un petardazo como su primo el Krakatoa y matar a miles de personas con lava, Tsunamis y terremotos. Es sereno pero peligroso; tiene carisma de volcán".

Por suerte no ha sido un petardazo, sino sólo un despertar, una vuelta remolona en la cama. Pero ha bastado para paralizar un continente (¿cuántas veces habremos oído esta frase en los últimos días?; todos los medios regodeándose y haciendo metáforas de hoteles llenos, precios exorbitados y pérdidas millonarias; lo que dijo Trotsky sobre el capitalismo vale para la televisión: "Cuanto peor, mejor"). A mí no me molestó tanto; trabajo en casa, así que no tengo que fichar ni dar demasiadas explicaciones. Es más: casi me alegro de haber vivido un par de anécdotas. Motherfucker.

Al final me colé en el bus a París y me senté al fondo, calladito, expectante. La gente subía con cara de estrés y esparcía sus bultos por todas partes, resoplando. Cada uno tenía una historia referente a Motherfucker, una historia de frustración y tiempo y dinero perdidos.

Como dije, tenía miedo de oler mal porque ya era el tercer día sin ducha ni muda metido en transportes llenos. Aplicaba mi nariz disimuladamente bajo los brazos. Nada. Quizás ya estoy acostumbrado, pensé.

Entonces apareció un francés envuelto en una burbuja de sudor concentrado y rancio y se sentó justo detrás. Apestaba, apestaba de verdad. Cada vez que se movía para quitarse el abrigo o coger algo, esparcía ondas de sobaco por el aire y la gente giraba la cabeza. Dos inglesas repipis lo comentaron por lo bajo. Mientras, yo seguía contando los asientos que todavía quedaban vacíos. Imaginaba esta escena: señora torpe buscando sitio diez minutos, sin suerte; conductor barrigudo leyendo mi nombre con acento alemán; yo tirado en Berlín por tiempo indefinido.


Pero ocurrió el milagro: alguien canceló su viaje y pude ir a París. 15 horas.





Ya en la estación de París, tenía que encontrar la forma de llegar a España. Había como seis colas de gente, todas enredadas y al borde del pánico. Dos jóvenes despistados se colaron sin querer, pero una señora furiosa no tardó en señalarlo: "Eh, vosotros, ¡vosotros! yo llevo... llevo... ¡LLEVO AQUÍ ESPERANDO MEDIA HORA! ¡PERO Q-Q-QUÉ OS CREÉIS!", y se puso a mover un brazo sin control. Los pobres se apartaron con aire cansado.

El guardia de seguridad caminaba de un lado a otro dando instrucciones: "No, esta es la cola de Bélgica y Alemania; si quiere ir a Londres vaya a esa otra". Inexplicablemente parecía feliz, sonriente. Por fin tenía un poco de acción. Otra señora sensible la tomó con él: "¡¡Necesito ir a Londres!!", gritaba. Pronto se empezó a sofocar y se acabó desmayando. El guardia abrió un círculo para que la mujer tomase aire mientras alguien se acercaba con una botella de agua.

Empujones, gritos. Se oían quejas en cinco idiomas. Una mujer corpulenta de origen africano también necesitaba ir a Londres: "Uf, no voy a contarte mi historia", decía. ¿Su historia? Todos los que estábamos allí teníamos una. Tres españolas estaban a punto de romper a llorar. Una de ellas gritó que no se movería de la ventanilla y que iba a llamar a su papá, que había comprado los billetes por internet. También se creían las únicas con derecho a viajar. Papá se encogería de hombros en España.

Yo oponía serenidad y autocontrol, tranquilidad. Un poco por joder. Avancé de un paso firme a la ventanilla.

Tengo la inmensa suerte de contar con amigos en París; podría estar algunos días esperando un bus. Aprovecharía para revisitar algunos sitios y descubrir otros, bajar temprano a comprar croissants, recorrer "bouquineries" y preparar mi artículo de los suicidios. Todo lentamente, disfrutando.

Pero pude comprar el billete para la mañana siguiente.

Estuve hasta las seis de la tarde recorriendo la ciudad con Pablo, un fugaz compañero de viaje argentino (¡el cuarto compañero de viaje argentino en seis meses! He tenido la oportunidad de desechar el tópico anti-argentino que hay en España: señores y señoras, los que reparten flyers son sólo una minoría; los que yo conozco son enormes conversadores, gente tranquila, amiga del mate y la lectura; algunos hasta son tímidos con las chicas).



Resultaba cómico caminar entre monumentos imperiales reluciendo al sol, cruzar los campos Elíseos o ver Notre Dame en ese estado: falta de sueño y ducha, maleta con ruedas, ordenador, abrigo de invierno... Un coche que pasó deprisa por encima de un charco me cubrió las piernas de agua. Sólo pude reir. Gracias cabrón, al menos el ordenador sigue seco.

Vilna-Madrid: 3.000 kilómetros por tierra, cuatro días, 200 euros.

Ya estoy de vuelta a los documentales de mi viaje asiático, a estar montando mañana y tarde, a terminar cada día con los ojos irritados de cuadrar segundo a segundo. Tengo el mochilismo atravesado en el pecho como una constante tarea pendiente; jamás pensé que montar un documental llevase tantísimo tiempo. Pero queda poco y el alivio que voy a sentir cuando acabe será celestial.